viernes, 27 de julio de 2018

-San Miguel de Petroso (San Miguel de Pedroso) en "Ecos de Bardulia".

"El monasterio femenino de San Miguel estaba situado en la ladera occidental del valle del río Turón, en un lugar oculto y seguro, cerca de donde los montes dejaban paso a los espacios abiertos. Se hallaba construido sobre una antigua domus romana y más tarde residencia de un noble godo. El mismísimo Fruela, rey de las Asturias, y el obispo Valentín de Auca, allá por el año 759, habían acudido a la ceremonia de consagración de la nueva fundación monasterial, donde veintiocho religiosas se habían entregado al Señor por medio de una vida rigurosa dedicada al trabajo y la oración bajo los votos de pobreza, obediencia y castidad. La guerra y la hambruna habían favorecido la abundancia de hombres y mujeres que encontraban refugio en la vida comunitaria, y, ante aquella coyuntura, nacía la nueva comunidad femenina, alentada por el optimismo de aquel convulso tiempo de campañas y contiendas fratricidas entre los sarracenos.
A pesar de su ubicación fronteriza, siempre amenazada por la guerra y la rapiña de bandidos y patrullas mauri, los antiguos tratados de clientela pactados con los señores musulmanes instalados en las fortalezas de Ebrellos y Garanon, a pocas leguas de San Miguel, habían supuesto durante décadas una garantía de tranquilidad y prosperidad para el cenobio, que no había visto alteradas sus costumbres ni su estilo de vida. Tales pactos de protección, sellados mediante el pago del doble impuesto estipulado, por persona y por la tierra —la yicia y el jaray—, garantizaban la paz con los mauri, permitía a las religiosas mantener la libertad, las posesiones y seguir practicando su religión y costumbres cristianas como dimmíes —protegidas y respetadas como gentes del Libro por los musulmanes—. Conocían las represalias que conllevaba no cumplirlo; era la única manera de sobrevivir.
Pero, desde hacía un tiempo, nadie cobraba los impuestos, ni mantenía limpios los caminos, y el pequeño cenobio femenino sobrevivía, aislado y solitario. Las patrullas ignoraban su presencia. Por otra parte, a pesar de que los musulmanes dominaban el contorno de las sierras, estos sentían un miedo mágico a adentrarse en sus montes, a territorios sagrados que amenazaban con males terribles a quienes profanaran o entraran con violencia en aquellas montañas, consagradas a dioses arcanos mucho antes de la llegada de los cristianos.
Tres décadas después de su fundación, bajo el gobierno de la abadesa Nunnabella, convivían once religiosas y siete novicias, lejos de las veintiocho monjas fundadoras. Disponían de algunos rebaños de cabras y vacas y de fértiles tierras para el cultivo que se extendían por aquel tramo bajo del valle llamado de San Vicente, donde confluían los ríos Turón y Urbión. Un enorme huerto, viñas, jugosos prados de hierba, linares y pequeñas parcelas de cereales, las abundantes truchas que moraban en las frías aguas de los ríos, además de un viejo molino harinero, garantizaban el sustento del convento. Las monjas ocupaban su vida en los rezos, hilando o trabajando la tierra; la mayor parte de aquellas intrépidas mujeres habían nacido en los montes y valles cercanos: unas pocas habían sentido la llamada de Dios, las más eran viudas, ancianas o jóvenes obligadas a profesar; unas, víctimas de violaciones o embarazos indeseados, otras débiles y enfermizas, repudiadas que suponían un lastre para sus familias. Al entrar a la abadía renunciaban a su antiguo nombre y se convertían en siervas de Cristo. Bajo promesa de sumisión a Dios y a la abadesa, se entregaban a una vida de humildad, pobreza y obediencia, al trabajo en las labores agrícolas y a cuidar y alimentar a los pobres. En esos tiempos difíciles la primera ocupación era llenar el estómago. Luego, rezar."

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