"El
monasterio femenino de San Miguel estaba situado en la ladera
occidental del valle del río Turón, en un lugar oculto y seguro,
cerca de donde los montes dejaban paso a los espacios abiertos. Se
hallaba construido sobre una antigua domus
romana y más tarde residencia de un noble godo. El mismísimo
Fruela, rey de las Asturias, y el obispo Valentín de Auca, allá por
el año 759, habían acudido a la ceremonia de consagración de la
nueva fundación monasterial, donde veintiocho religiosas se habían
entregado al Señor por medio de una vida rigurosa dedicada al
trabajo y la oración bajo los votos de pobreza, obediencia y
castidad. La guerra y la hambruna habían favorecido la abundancia de
hombres y mujeres que encontraban refugio en la vida comunitaria, y,
ante aquella coyuntura, nacía la nueva comunidad femenina, alentada
por el optimismo de aquel convulso tiempo de campañas y contiendas
fratricidas entre los sarracenos.
A
pesar de su ubicación fronteriza, siempre amenazada por la guerra y
la rapiña de bandidos y patrullas mauri,
los antiguos tratados de clientela pactados con los señores
musulmanes instalados en las fortalezas de Ebrellos y Garanon, a
pocas leguas de San Miguel, habían supuesto durante décadas una
garantía de tranquilidad y prosperidad para el cenobio, que no había
visto alteradas sus costumbres ni su estilo de vida. Tales
pactos de protección, sellados mediante el pago del doble impuesto
estipulado, por persona y por la tierra —la yicia
y el jaray—,
garantizaban la paz con los mauri,
permitía a las religiosas mantener la libertad, las posesiones y
seguir practicando su religión y costumbres cristianas como dimmíes
—protegidas
y respetadas como gentes del Libro por los musulmanes—. Conocían
las represalias que conllevaba no cumplirlo; era la única manera de
sobrevivir.
Pero,
desde hacía un tiempo, nadie cobraba los impuestos, ni mantenía
limpios los caminos, y el pequeño cenobio femenino sobrevivía,
aislado y solitario. Las patrullas ignoraban su presencia. Por otra
parte, a pesar de que los musulmanes dominaban el contorno de las
sierras, estos sentían un miedo mágico a adentrarse en sus montes,
a territorios sagrados que amenazaban con males terribles a quienes
profanaran o entraran con violencia en aquellas montañas,
consagradas a dioses arcanos mucho antes de la llegada de los
cristianos.
Tres
décadas después de su fundación, bajo el gobierno de la abadesa
Nunnabella, convivían once religiosas y siete novicias, lejos de las
veintiocho monjas fundadoras. Disponían de algunos rebaños de
cabras y vacas y de fértiles tierras para el cultivo que se
extendían por aquel tramo bajo del valle llamado de San Vicente,
donde confluían los ríos Turón y Urbión. Un enorme huerto, viñas,
jugosos prados de hierba, linares y pequeñas parcelas de cereales,
las abundantes truchas que moraban en las frías aguas de los ríos,
además de un viejo molino harinero, garantizaban el sustento del
convento. Las monjas ocupaban su vida en los rezos, hilando o
trabajando la tierra; la mayor parte de aquellas intrépidas mujeres
habían nacido en los montes y valles cercanos: unas pocas habían
sentido la llamada de Dios, las más eran viudas, ancianas o jóvenes
obligadas a profesar; unas, víctimas de violaciones o embarazos
indeseados, otras débiles y enfermizas, repudiadas
que suponían un lastre para sus familias. Al
entrar a la abadía renunciaban a su antiguo nombre y se convertían
en siervas
de Cristo. Bajo promesa
de sumisión a Dios y a la abadesa, se entregaban a una vida de
humildad, pobreza y obediencia, al trabajo en las labores agrícolas
y a cuidar y alimentar a los pobres. En
esos tiempos difíciles la primera ocupación era llenar el estómago.
Luego, rezar."
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