Prólogo
Miércoles,
día 21 de julio del año 2004.
Sierra
de Atapuerca. Burgos.
El
día transcurre sofocante y abrasador, al igual que lo han sido los
anteriores. Después de superar la localidad de Ibeas de Juarros, el
todoterreno color blanco de la Fundación Atapuerca abandona la
carretera nacional y toma la pista de tierra que, en apenas un
kilómetro y medio, conduce al corazón de los yacimientos
arqueológicos de Atapuerca, Patrimonio de la Humanidad y uno de los
conjuntos paleoantropológicos más importantes para el conocimiento
de la ocupación humana en Europa.
Sacudiéndose
el último rastro de somnolencia después de la breve siesta en la
acogedora casa rural de San Medel, Ana, la única mujer y la más
veterana del grupo,
observa
a través del cristal, recorriendo con sus ojos oscuros los perfiles
de la sierra —aquella montaña a la que ha dedicado los mejores
años de su vida—, difuminados entre la densa estela de polvo
blanquecino que el vehículo va dejando a su paso.
Al
llegar al aparcamiento situado a la entrada del Complejo el vehículo
se detiene y, abandonando con alivio su asfixiante interior, los
cinco investigadores toman un camino lateral que los introduce por un
exiguo barranco hasta la entrada de una de las grutas. Como cada
verano la campaña de excavaciones avanza según lo establecido y esa
tarde el equipo de geólogos, espeleólogos, topógrafos y
palinólogos del Grupo Espeleológico Edelweiss deja atrás el
tórrido calor que impera en la sierra y se adentra de nuevo en el
laberíntico
interior de la maltratada Cueva del Silo para
retomar con renovadas fuerzas el trabajo de la mañana.
Sumergido en la agradable y húmeda frescura que recorre las galerías
de la ancestral caverna
el grupo avanza
en la oscuridad subterránea, penetra en las entrañas de la tierra
arrancando
brillos de la roca al paso de las linternas. Al poco tiempo Ana
se separa del grupo y se desvía por una bifurcación,
introduciéndose con
paso decidido por aquel pasadizo que tan bien conoce. Desde
hace
varias jornadas la labor arqueológica que la ocupa se centra en una
rutinaria y meticulosa toma de muestras, catas, anotaciones y
fotografías de los distintos niveles de sedimentos que forman la
columna estratigráfica de la antigua terraza fluvial. Ansiosa
por comenzar, Ana trata de colar su delgado y menudo cuerpo entre los
dos grandes bloques de piedra caliza que dan acceso a su lugar de
trabajo. El suelo está frío, como siempre, y la humedad se
desprende por las grietas de la pared. La luz proyectada por el
frontal fijado a su casco se cuela entre los recovecos de la gruta.
Gira y agacha la cabeza para no golpearse con una protuberancia
rocosa que sobresale y... ¡un destello luminoso llama su atención!
Siente
cómo su corazón le da un vuelco. Algo brillante se revela al fondo
de la oquedad que se abre a su lado. Nunca
ha prestado especial atención a aquel hueco oscuro y en apariencia
poco interesante. Un
sentimiento de emoción se apodera de ella al recordar la moneda de
oro musulmana aparecida el día anterior en el vecino yacimiento del
Portalón de Cueva Mayor. Sin embargo, aquello parece diferente.
Siente su pulso acelerado. Se inclina, repta entre los resquicios de
las piedras, trata de enfocar con la linterna y, con gran sorpresa,
confirma su presentimiento. En
su rostro se dibuja un gesto de asombro. En su garganta un grito
reprimido. Gotas
de sudor comienzan a deslizarse por su frente y la perturba esa
sensación de hormigueo, ese que inunda siempre ante un gran hallazgo
arqueológico. Iluminado
por la tenue luz que
apenas llega a bañarlo, el objeto resplandece. Emocionada, Ana se
empapa
del indescriptible, del hermoso... del inconfundible, brillo del oro.
No puede dar crédito a lo que ve. Aquello no puede ser. O al menos,
no debería estar allí. Oculto entre dos enormes rocas, un
pequeño aro dorado yace solitario sobre el frío suelo arcilloso.
Durante
varios segundos permanece inmóvil. El tiempo parece haberse
detenido. Se percata de que sus piernas comienzan a temblar. Decide
intentar
alcanzarlo, pero el paso parece inaccesible. Con enorme dificultad se
desliza entre la angostura. Estira su brazo diestro; apenas llega a
rozarlo. Alarga sus dedos todo lo que puede. Aprieta los dientes.
Está a punto de darse por vencida, pero, con un esfuerzo
sobrehumano, consigue atraparlo, rescatar aquel objeto del lugar
donde duerme su plácido sueño de siglos.
Se
incorpora, temblorosa, acomoda su espalda contra la enorme roca
angulosa que tiene a su lado y observa extasiada el inesperado
hallazgo que sostiene entre sus manos.
Siente la necesidad
de gritar, de compartir aquel descubrimiento. Con
impaciencia y cierto nerviosismo extrae de su bolsillo una pequeña
brocha y retira con ella la fina capa de polvillo que lo cubre.
Luego, cual
niña emocionada, acaricia incrédula, ensimismada, suavemente, su
pequeño tesoro. Es un brazalete,
tal vez de mujer, por su pequeño diámetro. Recorre con las yemas de
los dedos cada una de las cinco estrías paralelas que componen su
cara exterior; la cara interior es lisa, con un fino surco en la zona
central. Lo sopesa en sus manos y lo gira ante sus ojos. El tiempo
parece no haber hecho mella en aquel objeto de metal incorruptible.
Sabe
lo que es, pero no lo puede creer. Se deja seducir por el fulgor
incandescente,
eterno, de su brillo dorado, y recuerda su similitud con aquellos
tesoros
tartésicos hallados al sur de la Península. No llega a comprender
cómo ese hermoso tesoro que reposa en sus manos ha podido llegar
hasta allí; un vestigio preservado contra la decadencia del tiempo;
un objeto datado con toda probabilidad en la Edad del Bronce, hace...
¡más de tres mil años! En su mente comienzan a vislumbrarse
historias, casualidades, azares, juegos del destino tejidos a lo
largo del tiempo por los moradores de aquel templo humano, de aquel
lugar sagrado...
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