Capítulo
1
En
algún lugar del valle del río Arlanzón.
Inicios del verano del año 791 de nuestra
era.
—La
paciencia, hijo, es la mayor virtud de un buen cazador.
Aquella
frase tantas veces escuchada en boca de su padre cobraba
pleno sentido en
ese instante y, al fin, una sombra parecía dibujarse en la oscura
entrada de la madriguera.
El
enorme fresno sobre el que se hallaba encaramado ofrecía una
magnífica atalaya. Desde allí se dominaba el complejo conjunto de
galerías que formaban la gazapera así como gran parte de la húmeda
pradera tapizada de hierba que crecía en la ribera. Incluso podía
distinguir, al otro lado del río, el bosquete de castaños
semioculto por el denso soto de álamos y fresnos donde seguiría
durmiendo su padre, junto al carro y los dos bueyes.
Se
había levantado temprano. Despertado por su propia impaciencia y por
el reclamo matinal de la oropéndola había salido del rebujo de su
cobertura de piel y cruzado el cauce para apostarse sobre el viejo
árbol que había elegido para el acecho. Aquella era la
hora en la que los gazapos solían ramonear entre los matorrales, por
lo que permanecía a la espera, atento, intentando vislumbrar un
mínimo movimiento en la boca de la guarida abierta en el talud
arenoso.
Entornó
los ojos y escrutó expectante.
Algo
se movía entre la penumbra de la oquedad. Una tímida sombra iba
revelando una silueta definida que, ajena al peligro, se decidía a
salir de su refugio, hasta que la vio convertirse en una peluda
criatura gris enmarcada por dos largas orejas y unos ojos negros que
miraban vivarachos en todas direcciones. Se trataba de un precioso
macho. El animal
asomaba la mitad de su cuerpo husmeando con precaución, calibrando
la seguridad de su correría matinal.
Había
llegado el momento. El
corazón latía desbocado en su pecho de niño. Con
lentitud
Martín acomodó la flecha en la cuerda de su arco de fresno. Su arco
nuevo. Su arco. Había esperado con ansiedad el momento de probarlo
por primera vez. Ya había capturado alguna presa
mediante lazos y trampas elaboradas con juncos; en varias ocasiones
había cazado con el arco de su padre. Pero ahora... ahora lo iba a
hacer con aquel pedazo de madera al que tanto esfuerzo
había entregado durante ese invierno. Lo
tensó con extrema lentitud, provocando un ligero crujido, llevando
delicadamente el extremo emplumado del dardo a su
mejilla derecha. Esperó
un instante calibrando la distancia que lo separaba de su presa,
manteniendo los músculos en tensión, notando cómo su pulso y su
respiración se aceleraban. Un
mínimo movimiento, un solo ruido, y el animal volvería a sumergirse
en la negrura de su madriguera. Apoyó
con firmeza su espalda contra el rugoso tronco
del árbol. Sentía la tensión del brazo y cómo sus mandíbulas se
apretaban. No
podía fallar, apenas quince pasos les separaban. Una suave brisa del
sur hizo temblar las hojas de los viejos álamos que crecían junto
al río. Luego, por un instante cesó, y el silencio se hizo
absoluto, como si presintiera el inminente desenlace. El chico tragó
saliva con dificultad, apretó con
fuerza su puño sobre el arma, cerró el ojo izquierdo para apuntar
mejor y, sus ya doloridos dedos comenzaron a resbalar, lentamente,
hasta que la cuerda del arco... se destensó de golpe.
Como
un rayo mudo, silencioso, un violento zumbido rasgó el aire del
soto, fulminando al sorprendido animal.
Fue
un
sonido seco de huesos rotos y carne herida
apagado por un agudo chillido, un lamento angustioso
y mortal de una vida que, en un instante y sin comprender cómo, al
igual que ese mismo día sucedería con la suya, se escapaba para
siempre.
Martín
descendió del árbol de un salto.
Sus
delgadas piernas amortiguaron la caída doblándose con agilidad al
tocar el mullido lecho de hierba y hojas. Luego se
limpió
con el dorso de la mano el sudor que le recorría la frente,
recompuso su túnica y destensó la cuerda del arco, liberándola del
engarce de hueso de uno de sus extremos.
Con
la emoción aún latente en su pecho avanzó unos pasos hacia la
madriguera hasta dar con el pequeño animal que yacía inerme en el
suelo. Comprobó que el disparo había sido certero. El dardo se
había clavado en la base del cuello, allí donde la muerte llegaba
rápida y fulminante. Con respeto posó su mano derecha sobre el
pecho del conejo y cerró los ojos durante un instante, susurrando
una oración aprendida, dando gracias a Dios por ese regalo precioso,
por aquella vida hurtada, como le había enseñado su padre. Luego,
extrajo la flecha mortal del cuerpo aún caliente, la introdujo en la
ajorca de
piel de corzo y colgó
la presa de la cuerda que ceñía su cintura, a un costado.
Al
incorporarse alzó la mirada a lo alto y observó el cielo azul y
limpio. El último día del mes de junio, una semana después
de la fiesta de San Juan, despuntaba
claro y luminoso. La
fresca humedad de la mañana aún se percibía en la hierba mojada
por el rocío matinal y los primeros rayos de sol iluminaban el cauce
arrancando destellos brillantes de las hojas de los álamos y de los
guijarros del fondo. Al
otro lado de la corriente resonó el mugido somnoliento y distante de
uno de los bueyes.
Comenzó
a caminar por la vereda sinuosa que acompañaba al río, respirando
profundamente el aroma del soto. Le gustaba aquel olor del amanecer y
el sonido de los pájaros llenándolo todo. Se escuchaba el canto
inconfundible de la oropéndola, el bullir de una miríada de
pajarillos entre la fronda y el murmullo de las aguas como fondo. En
aquel punto del valle el cauce del río Mayor discurría sosegado y
lento
entre la frondosa alameda, en un discurrir que a lo largo del tiempo
había tallado en las frágiles laderas que lo acompañaban barrancos
y despeñaderos en los que afloraban paredes yesosas
donde excavaban sus nidos ruidosas colonias de golondrinas, aviones y
abejarucos. La
vegetación que bordeaba ambas márgenes era una maraña densa de
carrizos,
juncos y espadañas, hogar de ánades, zampullines y una horda de
aves acuáticas que en ese momento del día se afanaban en busca de
la pitanza para su abundante y exigente prole. Peces, anguilas y
cangrejos acababan ensartados en picos, engullidos en gaznates, en
garras de escurridizos visones o en boca de esquivas
nutrias, fáciles de observar
a esa hora mientras tomaban el placentero sol matutino sobre alguna
de las grandes rocas que emergían en medio del río.
La
vida en aquel paradisíaco rincón que la naturaleza había creado
seguía su curso, ajena a los terribles sucesos que se avecinaban.
En
lo alto un halcón, oscuro y veloz, volaba a lo lejos surcando el
cielo diáfano, emitiendo su agudo y lastimoso quejido. Descendió
majestuoso, plegando sus alas en un picado vertiginoso e imposible,
hasta posarse sobre el borde del acantilado.
Instalado en su oteadero se acicaló
las plumas con el pico y escrutó
con ojos fieros la inmensidad del valle.
De
pronto,
un
agudo silbido quebró la quietud del soto. La
rapaz
giró bruscamente la cabeza ante aquel sonido distinto que provenía
del otro lado del río. Abajo, una pareja de azulones alzaron el
vuelo entre el juncal, asustados, iniciando su potente
aleteo, sobrevolando
el cauce y perdiéndose entre la fronda.
Más allá, una
garza real desplegó con parsimonia su vuelo elegante y silencioso,
río abajo. Siguiendo con la mirada su silueta gris, los ojos del
halcón se toparon con una figura humana que asomaba bajo las copas
de los árboles. El muchacho colocaba
las manos sobre su boca, y soplaba, emitiendo
un silbido entrecortado similar a aquel otro cuyo eco aún resonaba
en la ribera.
Martín
corrió hacia la orilla del río ante la apremiante llamada de su
padre. No tardó en encontrar el lugar exacto por donde lo había
vadeado esa mañana, en un recodo poco profundo, donde el tronco
desgajado de un álamo
derribado
tal vez por una tormenta, permanecía postrado, uniendo las dos
orillas de manera providencial. Apoyó un pie en el tronco, luego el
otro, tanteando la firmeza de la pasarela natural, y avanzó con
seguridad sobre él, extendiendo los brazos en cruz para mantener el
equilibrio hasta llegar al otro lado. Luego corrió
hacia la pradera de castaños donde se hallaba su padre, ocupado en
ese momento en afianzar con cuerdas el cargamento instalado sobre la
plataforma del carro. Al llegar al claro Martín se detuvo a unos
pasos. El
hombre giró la cabeza.
—¿Se
puede saber dónde te habías metido? —le espetó a su hijo con
fingida expresión severa.
El
chico echó mano a la cintura y alzó el brazo mostrando orgulloso la
pieza flácida y ensangrentada que acababa de abatir.
—¡Padre,
mira, lo he cazado yo! —sus
ojos azules, como los de su padre, como los de su abuelo, brillaban
encendidos.
Elvio
se quedó mirando a su hijo y sonrió ante aquel espontáneo
entusiasmo de juventud. Notaba su pecho hinchado de orgullo y en su
rostro, dibujada una amplia sonrisa que reflejaba su alegría
desbordante.
—Buena
pieza, ¡vive Dios! —se acercó a él y le revolvió
los cabellos cariñosamente,
satisfecho y orgulloso de su pequeña hazaña—. Harás feliz a tu
madre cuando la vea.
Halagado
por el gesto complacido de su padre el rostro de Martín enrojeció.
—Quería
probar mi nuevo arco y...
—Y
por lo que veo es bastante bueno —le interrumpió Elvio. Martín
sintió sobre su hombro la mano rugosa y fuerte de su padre—.
Me siento orgulloso de ti, hijo. Parece un arma excelente, aunque la
próxima vez es mejor que apuntes a un ojo. Sé que si te concentras
puedes acertar; es una lástima estropear una piel tan magnífica
como esta. Ahora hemos de irnos —dijo palmeando
con complicidad la espalda de su hijo—. Cuelga de nuevo ese
conejo y recoge las mantas y el morral. El sol comenzará pronto a
calentar y nos espera un camino lento de regreso hasta Ebeia.
El
chico obedeció ante la voz
autoritaria pero amable de su padre y
corrió hacia el improvisado cubil donde aún reposaban sus enseres.
Mientras,
el hombre observaba a su hijo con orgullo paternal. Martín había
crecido muy deprisa y él no se había dado cuenta.
Era
alto, alzaba ya casi como su madre y los
cambios producidos en su cuerpo anunciaban el hombre en que pronto se
convertiría. Rememoró
el día de su nacimiento, ¡qué rápido había transcurrido el
tiempo! El
pequeño cachorro había dejado de serlo, despertaba todos sus
sentidos a la vida y se internaba por el sendero natural que le
conducía hacia el frenesí de la adolescencia.
Llegaba
a su tiempo de iniciación, a esa edad en la que todo es nuevo y
asombroso, en la que se siente el impulso vital de prepararse para
otros vuelos. La vida no había regalado a Elvio, el maestro arquero,
el tiempo suficiente para dedicar a sus vástagos, había estado
demasiado alejado, aunque, últimamente, por algún motivo
desconocido, notaba una fuerza que
le impulsaba a compartir más tiempo con su hijo.
Durante
el último año le había enseñado a montar a caballo y pronto se
había convertido en
un avezado jinete; atrás
quedaban ya los tiempos en que ovejas y cabras soportaban sus
cabalgadas infantiles con resignación. También le había animado a
abandonar temporalmente el uso de su pequeña honda, que como
cualquier varón manejaba con soltura ya desde niño, para instruirle
en la fabricación y manejo del arco. El
muchacho disfrutaba de sus enseñanzas y buscaba su compañía; se
mostraba interesado en aprender, lo hacía con rapidez, y demostraba
la tradicional
habilidad familiar para tal actividad. Tenía buena puntería,
calibraba bien las distancias y la fuerza del viento, era
capaz de abatir a un animal pequeño a cincuenta pasos de distancia y
estaba seguro de que pronto podría clavarle
una flecha a una paloma mientras volaba.
Y ahora, para su sorpresa, lo había hecho con su propio arco de
madera de fresno. Hacer una honda era fácil, bastaba un manojo
trenzado de lino o de crin de caballo y algunas piedras como
proyectil. Pero elaborar un buen arco era tarea algo más complicada.
Martín
nunca había sido un niño como los demás; siempre silencioso y
reservado, pero mostraba una inteligencia despierta, innata, y una
inagotable curiosidad por conocer y preguntarse el porqué de las
cosas. Elvio le
había enseñado todo lo que sabía, y al
chico siempre le había gustado ayudarle en su trabajo; su
labor consistía principalmente en endurecer las varas de madera en
el fuego o insertar las puntas de metal en las flechas. Pero era
evidente que había visto lo necesario para saber elaborar un arco
eficiente. Durante
el último invierno le había observado: eligiendo y tallando la
madera adecuada, buscando los materiales para elaborar las cuerdas y
fabricando sus propias flechas. Desde
muy niño se había hecho sus pequeños arcos de ramas, pero aquel
era el primer arco capaz de matar. Él
le había regalado una aljaba nueva. Pensó que el tiempo discurría
demasiado rápido.
Martín
enrolló cuidadosamente la piel y la ató con un lazo. Luego, con un
palo grueso, esparció las escasas brasas que quedaban en la hoguera
y las tapó con tierra.
Acomodados
ya los enseres en el carro
ambos
se encaminaron hacia el borde del claro
donde descansaban los bueyes. Martín
caminaba unos pasos detrás de su padre, contemplando
aquel cuerpo amado, robusto, musculoso, la silueta formidable, el
cabello largo, símbolo de su condición de hombre libre, un
verdadero gigante a ojos de un niño de once años. Algún día,
pensaba, sería como él; Elvio el
Arquero.
Nadie
que buscara un buen arco podía encontrar otro mejor a este lado de
los Montes
Distercios. Quien
así lo deseaba sabía que debía acudir a Elvio de Ebeia. Último
heredero de una estirpe de maestros, sus arcos de tejo, de olmo o de
fresno eran los más demandados y su fama llegaba incluso más allá
de Auca, el núcleo habitado más importante de la región. Era
un hombre alto, rubio, como significaba su nombre, de carácter
pacífico y rostro amable. Su larga melena dorada, sujeta
habitualmente en su frente por una cinta de cuero, enmarcaba un
rostro cubierto por una suave barba rubia, rectilíneo y de facciones
angulosas, que componían en su cara un gesto áspero y duro, lejano
sin embargo de su verdadera personalidad.
Los pliegues de sus ojos, de un azul ceniciento, manifestaban su
carácter reflexivo y prudente. Primogénito y cabeza visible de uno
de los linajes
más prestigiosos que
desde siempre había gobernado aquellas tierras,
Elvio era
hijo de uno de aquellos aventureros que, cincuenta años atrás, y
aprovechando la desbandada de los bereberes de sus guarniciones
fronterizas, había decidido descender de los altos valles serranos y
regresar con sus familias a los antiguos predios que un día sus
padres tuvieron que abandonar; tierras llanas y fértiles que
pertenecieran a sus antepasados durante tantas generaciones.
Por sus venas fluía la sangre de una nobleza inmemorial,
estirpe
enraizada desde tiempos remotos, anclada
en aquella tierra áspera y dura. Por
ello, desde la muerte de su padre, caído
en una de tantas escaramuzas contra los sarracenos, había
asumido con naturalidad
la responsabilidad de dirigir a su gente, de ser su capitán en la
guerra y su pastor y guía en la paz.
Investido
de aquella jerarquía adquirida, su jefatura nunca había sido
discutida y era admitida por todos. Era
quien presidía las
asambleas donde se tomaban las decisiones importantes para la
comunidad. Dotado de una conducta recta, de valor y autoridad,
resolvía las disputas vecinales velando
por la convivencia y
por la seguridad de su pueblo
tal como lo habían hecho antes su padre, su abuelo y los padres
de sus abuelos. Se mostraba
ecuánime y justo, comprensivo
y conciliador en ocasiones, pero firme y valiente cuando era
necesario, en un tiempo difícil en el que era inevitable vivir con
el arco y la espada preparados.
La
mañana transcurría serena y el sol ascendía decidido
anunciando otro día caluroso y bochornoso, poco habitual a esas
alturas del año. El verano había llegado de manera anticipada y con
inusitada fuerza.
Padre
e hijo llegaron hasta la sombra del solitario castaño donde
sesteaban tranquilos los dos apáticos bueyes. Los hicieron levantar
y los guiaron hasta la carreta cargada con los grandes bloques
cuadrados de piedra caliza que tanto esfuerzo les había costado
alzar. Elvio
amarró firmemente las coyundas de cuero que sujetaban el yugo de
madera a los cuernos de las bestias.
Antes
de partir tomaron fuerzas compartiendo un trozo de pan de centeno y
unas tiras de carne curada. El rostro del chico irradiaba felicidad.
Bajo un dosel de cabellos castaños y alborotados
dos grandes ojos azules
brillaban
de modo especial en su rostro moreno, herencia de la sangre latina de
su madre, surcado por unos labios gruesos y bien dibujados. Había
vivido la emoción, natural en un niño, de pasar su primera noche
fuera de su casa. Nunca se había
alejado más
de una legua de la aldea.
Hasta
entonces no se lo habían permitido, ni siquiera a los poblados
cercanos, o cuando su padre viajaba
a Auca para cambiar sus arcos por herramientas, pieles, madera de
tejo o sal, difíciles de encontrar en Ebeia. Además, eran
pocas las ocasiones en que podía estar a solas junto a su padre.
Siempre lo había visto como un ser lejano. Aunque no comprendía
bien la razón, pasaba
largas temporadas lejos de la aldea, sobre todo al llegar la
primavera, momento en que, junto a otros hombres del poblado,
desaparecía con sus armas y caballos tomando el camino que partía
hacia el Este, hacia las tierras de los sarraceni.
Su madre decía que luchaban por la Cruz y por la seguridad de los
cristianos.
Con
la captura de aquella presa que colgaba de su cintura había deseado
probar su audacia y ganarse la aprobación y el respeto de su padre;
demostrarle que era digno de su confianza. Y había
notado en sus ojos enrojecidos la emoción y el orgullo que sentía.
Se
esforzaba cada día por parecer mayor. ¡No! ¡Ya era mayor! Estaba
harto de que todos le trataran como si aún fuera un niño. Detestaba
los consejos condescendientes de los adultos. Su
estatura física seguía subiendo, sus músculos se endurecían y ya
se creía
capaz
de valerse por sí mismo. Comenzaba
a considerarse importante y debía reconocer que desde un tiempo
atrás las cosas parecían estar cambiando; percibía
cómo su padre apreciaba sus iniciativas y procuraba otorgarle
responsabilidades cada vez mayores, propias ya de su edad. Todas las
manos resultaban escasas y, como cualquier otro niño, había crecido
colaborando en las tareas domésticas, ayudando a sus padres en lo
más sencillo como eran cuidar de los animales del corral, ordeñar y
cuidar del ganado familiar, recolectar frutos y setas en el bosque,
acarrear agua o procurar que no faltara leña en el hogar de la casa.
Pero había llegado a esa edad en la que los jóvenes cachorros se
muestran ávidos por demostrar a sus padres que ya pueden ser como
ellos. Por esa razón, no había podido ocultar su entusiasmo cuando,
dos días atrás, su padre le dijo que estuviera preparado para
partir junto a él al amanecer del día siguiente. No le dijo donde
irían. Tampoco importaba. Ignoraba que ese día,
la vida que había conocido hasta ese momento tomaría un rumbo
totalmente nuevo.
El
día señalado por su padre para la partida, antes del alba, Martín
ya se había levantado. La
emoción
no le había dejado conciliar el sueño y apenas pudo descansar esa
noche. Se encontraba
excitado ante lo que se presentaba como una inmensa aventura y
trataba de simular ante su padre una tranquilidad que en realidad no
sentía.
Salieron
de Ebeia poco después de que cantaran los primeros gallos, en esa
hora siguiente al amanecer en la que el aire conserva aún su
frescura. Las últimas jornadas habían sido especialmente calurosas
y nada hacía prever que ese día fuera a resultar distinto.
Partieron con el viejo carro de dos ejes sobre el que habían echado
vituallas suficientes para dos días de marcha, las armas de Elvio y
las mantas de piel para abrigarse durante la noche.
Enfilando
por el sendero que bordeaba los sembrados de avena y cebada que
crecían fuera de la empalizada avanzaron hacia el oeste hasta
llegar a una encrucijada de caminos. Desde
allí uno de ellos partía hacia Tritio,
al norte, y otro enlazaba con el camino Viejo,
único
que merecía tal nombre, que llevaba
hasta Auca, situada cinco leguas
al este. Dicho camino surcaba el valle de este a oeste hasta
confluir, a unas tres leguas de distancia de Ebeia, con la antigua
Vía
Aquitana romana
al pie de la aldea de La
Blanca,
último lugar «civilizado»
que,
enclavada sobre un cerro, dominaba el paso del río Mayor
antes de adentrarse en los Campos
Góticos. Tomaron
ese último camino que discurría
paralelo al cauce del río en la dirección de la corriente, hacia
poniente,
internándose
en un espeso bosque de encinas y quejigos. Un
mar de altas hierbas mecidas por el suave viento de la mañana
amenazaba con engullir lo
que el paso del tiempo había dejado del viejo camino, antaño
intensamente transitado, y que en ese momento apenas se dibujaba
entre una maleza pujante y vigorosa. Transitaron por él durante la
mitad de la jornada y, a mediodía,
lo abandonaron y tomaron una desviación lateral apenas visible por
la espesa
fronda.
Evitando cenagales y tierras pantanosas se abrieron paso por un
bosque espeso,
apartando matorrales y ramas que rozaban sus cabezas hasta que, al
final de él, surgió un amplio
espacio, abierto e iluminado por el intenso sol, rodeado
de olmos y centenarios castaños. Un lugar apartado, silencioso y
asombrosamente enigmático.
Martín
quedó perplejo. Miró fascinado a su alrededor.
Nunca había visto nada igual. Ocultos bajo la
maleza surgían restos arruinados de lo que parecía ser una
antiquísima construcción.
Entre los espesos zarzales, saúcos y endrinos que protegían el
claro aparecían bloques
de piedra desparramados,
columnas partidas, muros medio derrumbados y viviendas abandonadas
que se resistían a desaparecer de la memoria del tiempo. Había
oído que existían ciudades con murallas, torres e iglesias
levantadas enteramente de piedra, pero hasta entonces apenas había
podido imaginarlas. En Ebeia las casas solían asentarse sobre una
base de cascajo que llegaba hasta la cintura de un adulto, pero a
partir de ahí se completaban con madera, barro y paja, cubriendo los
tejados con hierbas, retamas y juncos. Sin embargo, frente a él
surgía lo que en su mente se dibujaba como el palacio de un poderoso
príncipe; las altas paredes de piedra, invadidas por la hiedra,
alcanzaban la altura de dos hombres y poderosas columnas de
diferentes formas y tamaños sujetaban
lo que quedaba de antiguos tejados
cubiertos por tejas rojas que parecían querer venirse abajo en
cualquier momento.
Comprendió
que aquel era su destino cuando su padre hizo detener a los bueyes.
Liberaron a los animales de su yugo y los condujeron a refrescarse
junto a la orilla del río, donde bebieron agradecidos. Luego los
dejaron pastar a su antojo por el prado
fresco hasta que se echaron a sestear a la sombra de un añoso
castaño.
Descargada
ya la carreta de todos los pertrechos Martín pudo abandonarse a su
irrefrenable curiosidad.
Ante la mirada complaciente de su padre y sin
poder ocultar su excitación se dejó arrastrar por
sus pies caminando
lentamente
entre aquella siniestra desolación,
observando maravillado a su alrededor. Era el lugar más misterioso y
mágico que jamás había conocido. El
tiempo parecía haberse detenido en aquel rincón escondido. Entre
amapolas, acianos y flores de todos los colores, sus pies lo llevaron
hasta lo que parecía haber sido un patio
rodeado
de un claustro con columnas cilíndricas al que se abrían otras
estancias. Ahora
era un decrépito
cúmulo
de escombros y bloques de piedra oculto entre cardos y matojos entre
los que despuntaban jóvenes brinzales de álamos y fresnos. En su
centro las ortigas devoraban el brocal de un viejo pozo ocultando los
restos de una
tapa circular de madera oscura y carcomida. Se
trataba sin duda de una de aquellas mansiones
romanas de las que tantas veces había oído hablar. Miró
a su alrededor y trató de hacerse una idea general de la forma
original de aquellas vetustas ruinas que languidecían entre musgos y
enredaderas.
La estructura apenas se mantenía en pie. Parecía haber sido un gran
edificio cuadrado protegido en cada uno de sus extremos por torres
igualmente cuadrangulares. A
juzgar por las ruinas renegridas parecían haber sido devoradas por
un incendio. En
la fachada norte había tejas caídas de los tejados formando
montículos rojizos, y en lo que quedaba de sus paredes se veían
imágenes desconchadas y descoloridas por la humedad con motivos
geométricos y florales. Al extremo este de la galería se alzaba lo
que quedaba de una escalera que daría acceso a un piso superior.
Junto a ella, una puerta desvencijada daba acceso a otra estancia.
Atravesó el patio y avanzó hacia ella, pisando grandes losas entre
las que crecía la hierba y esquivando estrechos canales de ladrillo
invadidos por ortigas y zarzas cuyas aguas habrían desembocado algún
día en un arroyo ahora seco, perpendicular al cercano cauce del río.
Se
introdujo en el edificio contiguo. Lo que quedaba de su techo
resistía en un equilibrio imposible sobre los restos de varios muros
adornados con relieves
rojizos
y pinturas
jalonados por una ancha greca dorada que recordaban días de
esplendor perdidos en la bruma del tiempo.
Le llamó la atención un símbolo estampado sobre la piedra; un gran
pez con una cruz en forma de aspa en el centro. Bajó la mirada al
suelo. Entre las ruinas se adivinaba un enlosado con motivos
vegetales, dibujos geométricos y figuras de animales formado por
cientos de pequeñas piedrecillas cuadradas de diferentes tonos
marrones, ocres y grises, muchas de las cuales se habían
desprendido, sin duda a causa del paso del tiempo.
Avanzó
como pudo entre los escombros hasta llegar a otra de las estancias.
Un montículo de piedras manchadas
con deyecciones de pájaros hacía
recordar un antiguo muro porticado. Entre ellas descubrió la mirada
de
un simpático mochuelo que observaba con curiosidad al inesperado
intruso. Allí, varios
arcos derrumbados sobre el suelo ocultaban parte de un colorido
mosaico
desgastado por el tiempo
en el que se representaban escenas
de caza, figuras humanas y animales desconocidos inmersos en un
paisaje de árboles, matorrales y rocas. Se sintió como en un sueño,
hipnotizado
ante la visión de aquellos fascinantes grabados. Enmarcado
por una cenefa deteriorada, un jinete de rostro joven vestido con
túnica corta avanzaba con su montura al galope
mientras sostenía dos
lanzas en su mano e intentaba acometer a un venado que trataba de
huir aterrorizado. Montaba un brioso caballo ricamente enjaezado y
había arrancado dos
hilos de sangre del cuerpo del escurridizo animal. Rodeó el mosaico.
Más allá, entre varios bloques de piedra, asomaba otra
escena en la que dos barbudos cazadores a pie intentaban alancear a
sendos cerdos salvajes mientras otro marrano era atacado por un fiero
león y cuatro felinos más perseguían a sus presas. Emocionado
por tanta belleza recorrió con la mirada aquellos rostros, las
figuras geométricas, escenas que representaban la historia de
aquellas gentes. Se preguntó quién habría podido realizar algo tan
hermoso. Su
mirada descendió entonces hasta el suelo que pisaba adivinando bajo
sus pies la figura y el delicado perfil de un rostro femenino. Con el
pie apartó las piedrecillas y la tierra que lo cubría hasta poder
contemplarlo con más claridad. Entonces la escena se mostró en toda
su plenitud y el
asombro lo dejó sin aliento.
Frente a él apareció el rostro joven de una mujer. Sus ojos se
clavaron en ella. Era hermosa y sus cabellos largos le caían por los
hombros de manera desordenada. Aquella joven de nariz recta y ojos
almendrados poseía el porte de una princesa. Era el rostro más
bello que jamás había podido imaginar. Adornaba sus cabellos
oscuros con una diadema rosada y ocre y un collar igualmente rosáceo
rodeaba su hermoso cuello. En su brazo derecho llevaba un brazalete
dorado. Junto a ella, un hombre alto y con el torso desnudo la miraba
con gesto hierático, asiendo en una de sus manos las riendas de un
bello corcel mientras en la otra ceñía una lanza y una punzante
horquilla. Un jabalí yacía muerto a los pies de ambos y un cazador,
acompañado de su perro, parecían vigilarle desconfiados. No
pudo apartar su mirada de ella. Jamás había contemplado semejante
belleza en una mujer. Algo le atraía en aquella figura estática y
fría. Por
un momento se sintió transportado a otro lugar, a tiempos
desconocidos y nunca imaginados. Permaneció
allí un tiempo, admirando el rostro de aquella mujer de mirada noble
y rasgos perfectos, como
si quisiera guardarla para siempre en su recuerdo.
Habían
pasado el resto de aquella tarde trabajando sin prisa, pero sin
pausa, sudando bajo el peso de los pesados bloques de piedra que iban
seleccionando de entre las ruinas. Hasta que, al
declinar el día, encendieron un fuego y tomaron asiento sobre el
tronco de un árbol caído, al
regazo de un poderoso castaño desde el que se divisaba el plácido
cauce del río.
Elvio
había abierto su morral de cuero extrayendo de él un pan redondo de
centeno, un oloroso trozo de queso y un viejo odre de vino aguado.
Sacando su cuchillo de la funda de cuero que llevaba sujeta al cinto,
partió dos rebanadas de pan, le tendió una a su hijo y él se quedó
con la otra. Se
repartieron una buena porción de queso y ambos le hincaron el diente
con evidente apetito.
Comieron
en silencio, contemplando juntos el discurrir de las aguas. Mientras,
el sol había comenzado a ocultarse tras las copas de los árboles,
proyectando sus alargadas sombras sobre la pradera donde pastaban en
ese momento, pacientes y orondos, los bueyes. Martín estaba
hambriento y devoraba su cena con rapidez. Elvio masticaba
lentamente. Observó de reojo
a su vástago y sonrió para sí al ver la expresión de su rostro,
el entusiasmo
reflejado en sus ojos chispeantes.
Manifestaba
con claridad la satisfacción que experimentaba. Había esperado
aquella reacción.
Sabía
que aquellas antiquísimas ruinas
que se remontaban a los tiempos de los romanos le
impresionarían y colmarían
su hambre de emociones.
Le
gustaba su forma de ser: curioso, imaginativo, su
mirada reflejando una sed por
conocer la sustancia de las cosas. Le
preguntaba
constantemente
sobre los usos de las
plantas, los nombres de los pájaros, la manera de fabricar las
distintas herramientas o sobre cómo
contar las ovejas del rebaño. Mostraba
especial interés por
la historia y los acontecimientos vividos por sus antepasados y le
pedía todo lujo de detalles sobre batallas, personajes y lugares. A
veces le sorprendía
tumbado,
viendo
pasar las nubes,
ensimismado
en sus pensamientos, soñando tal vez con aquellos relatos de
batallas pasadas, valientes guerreros y ciudades lejanas.
Elvio
tomó el pellejo de piel de carnero y se lo ofreció a su hijo. Este
bebió y se pasó el brazo por el rostro para limpiarse. Luego, con
la boca llena con otro trozo de pan
preguntó
mientras masticaba:
—Padre,
háblame de este lugar.
Elvio
miró a su hijo, pero no contestó inmediatamente.
Masticó con gesto de concentración y luego empinó el odre de vino
por encima de su cabeza dejando salir un fino chorro del líquido que
recogió hábilmente en su boca. Cuando terminó de beber se limpió
con
el mismo gesto que su hijo las gotas que le caían por la comisura de
los labios. Luego, comenzó
a hablar, componiendo en su rostro aquella expresión y voz tan
personal, grave y pausada que adoptaba cuando contaba algún relato
del pasado.
—La
historia de nuestra gente está escrita con trazos de gloria y de
desdichas, grabada en la tierra, en las piedras y en la memoria del
tiempo. En lugares como este. —Martín seguía comiendo, pero sus
ojos se clavaban en los de su padre con interés—. Te
contaré una historia:
»Lo
que ahora ves como un lugar inhóspito fue en su día
un rincón próspero y hermoso. Ahora es solo un recuerdo de días
perdidos y olvidados, un lejano recuerdo guardado en la memoria de
los más ancianos. Cuentan
que los últimos que lo habitaron
tuvieron que huir precipitadamente, dejando incluso su comida sobre
la mesa. La
historia de nuestra gente se ha basado siempre en escapar o luchar.
Esta
tierra que habitamos ha sido siempre una tierra peligrosa, testigo de
crueles enfrentamientos y guerras encarnizadas.
Lo
que ahora te voy a contar forma parte de las enseñanzas recibidas de
nuestros antepasados y que tú algún día deberás transmitir a los
que te sucedan, para
que ellos las puedan recordar y contárselas a sus hijos.
Elvio
se detuvo y tomó otro trago de vino. Después de soltar un sonoro
eructo carraspeó y siguió hablando:
—En
un tiempo muy antiguo,
tan antiguo como la mayor encina del bosque, hace tantos años como
estrellas hay en el cielo, los clanes de nuestro pueblo
ocupaban estas tierras
situadas en los confines de lo que un día se llamó la Autrigonia,
que se extendía desde el frío mar
del Norte, el mar Tenebroso, hasta las
montañas de los antiguos dioses, que
separaban a
los vecinos pueblos de los llanos de los que vivían al otro lado de
ellas.
Durante
generaciones vivieron libres, disfrutando de estas tierras, de estos
bosques y ríos... hasta que un
día presenciaron
la llegada de los estandartes
del águila. Conquistaron
nuestras tierras y las del resto de lo que luego ellos llamarían
Hispania. Los romanos vivían
para la guerra, para la conquista, y entraron
por la fuerza en la tierra de nuestros antepasados y se la
arrebataron, destruyendo su mundo. Algunos lo aceptaron y prosperaron
gracias a las alianzas, pero hubo quienes degollaron a sus propios
hijos y se suicidaron para no convertirse en esclavos. Aquellos
romanos construyeron,
cuentan que con ayuda de gigantes, los largos caminos
que aún hoy cruzan los campos y atraviesan las montañas,
inmensos
y sólidos puentes sobre los más anchos ríos y magníficos
edificios, construcciones y aldeas con casas de piedra cubiertas por
tejados de tejas rojas como estos que has visto, circundadas
por extensos campos de cereal, fértiles huertas y frondosos terrenos
de frutales, trabajados
por nuestra gente, a la que habían sometido.
—Entonces,
¿por qué ahora está todo destruido?—quiso saber Martín,
impaciente, vislumbrando en su mente los restos de las sólidas
construcciones que acababa de contemplar—.
¿Por qué no construimos
como aquellos romanos, en vez de levantar aldeas de adobe y cabañas
de barro y madera? ¿Por qué?
Elvio
dio otro bocado al trozo de queso, ignorando la interrupción, como
si no hubiera escuchado las preguntas de su hijo. Su mirada se
hallaba perdida en el crepitar de las llamas que consumían la
hoguera.
—Fueron
tiempos duros que forjaron el alma de nuestro pueblo —prosiguió
Elvio mientras masticaba lentamente—.
Vivimos bajo su dominación durante generaciones, adoptamos sus
costumbres, sus leyes, la lengua en la que hoy hablamos, nuestra
gente llegó a luchar en sus ejércitos y
nos enseñaron a renunciar a los antiguos dioses para recibir las
enseñanzas de Cristo, Nuestro Señor. Ambas
sangres se fueron mezclando y se vivieron tiempos de paz. Hasta que
su poder se fue apagando poco a poco, se
volvieron débiles y acomodados y su imperio se derrumbó.
Entonces
se abatió el infierno.
»Llegaron
gentes temibles del norte, enemigos de Roma; oleadas de gentes
belicosas, errantes sin hogar que se abalanzaron como lobos
hambrientos sobre nuestro territorio. Venían
con ansias de botín, deseosos
de tierras, riquezas
y esclavos. Eran
hombres distintos a nosotros. Nuestra
gente se ocultó y esperó a que se fueran por donde habían llegado,
pero no venían para depredar y regresar a sus lares, sino para
quedarse.
»Se
vivieron tiempos muy difíciles. Fue
un tiempo de muerte e incertidumbre,
de llanto y desolación, de terror y de fuego. Los
invasores, llevando
a lomos de sus caballos el miedo y la destrucción, se
proclamaron dueños de las tierras, y nuestras gentes vieron cómo
les robaban sus rebaños, quemaban sus hogares y eran desposeídos y
desalojados del lugar en el que habían vivido durante generaciones.
Ciudades enteras desaparecieron bajo la furia de aquellos bárbaros,
fruto de incendios y matanzas. Las aldeas fueron arrasadas, los
campos asolados y yermados, las mujeres violadas y los niños
masacrados o separados de sus padres para siempre. Muchos hombres
valientes murieron luchando.
Aquello
había debido de ser terrible, pensaba Martín. Su padre permaneció
un instante pensativo mientras jugueteaba con el trozo de queso que
mantenía entre sus dedos.
—Muchos
fueron apresados. Otros, movidos por conservar sus vidas o la
necesidad, se entregaron sabiendo que serían esclavos. El resto,
empapados
de llanto y de lamentos, dejaron atrás sus hogares y se lanzaron a
las montañas para recluirse en las cuevas más recónditas, entre
las espesuras de los bosques, sin tener que pagar tributos a nadie,
intentando preservar su modo de vida tal y como la conocían, como
había sido el de sus padres y el de sus abuelos. Allí, en los
valles y montes más profundos, aguardando tiempos mejores, volvieron
a revivir las viejas tradiciones de nuestros antepasados. Durante
muchos años los espacios abiertos quedaron huérfanos; nadie se
atrevía a bajar de los altos, a transitar por los caminos y
exponerse al peligro que suponían aquellos bárbaros. Fue un tiempo
de sangre y de lágrimas.
Martín
permanecía absorto ante el relato de su padre.
Narraba
la historia con auténtica pasión y le parecía ver el rostro de
aquellos hombres feroces montados en sus caballos. Iba a preguntar
algo, pero Elvio siguió hablando.
—Roma
no tenía aquí soldados con que defenderse, de modo que, para
cortar
las ansias de conquista a los
invasores y
expulsarlos
de Hispania,
envió a sus mejores aliados: los godos. A veces te he hablado de
ellos, ¿lo recuerdas? En poco tiempo su
poderosa fuerza consiguió vencerlos, pero, logrado su objetivo,
tampoco se marcharon. Pronto se dieron cuenta de la bondad de nuestra
tierra. Se proclamaron
señores y herederos del antiguo poder romano, trajeron a
sus familias y siervos y empezaron a gobernar en nombre del Imperio.
La consideraron como su nueva patria. Unos amos
suplantaron a otros.
»Con
el paso del tiempo volvió un periodo de paz, se recuperaron los
viejos caminos, se reconstruyeron castros y fortificaciones y
llegaron numerosos monjes que levantaron iglesias y altares. Pero
nuestra gente seguía sometida, obligada a entregar cada año a los
magnates godos parte de sus ganados y de sus cosechas en concepto de
tributos.
»El
godo
siempre ha sido un pueblo violento y animoso, enzarzado en
rivalidades
y
rencores, en
continuas guerras civiles donde los distintos linajes
permanecían en una eterna pugna por alzarse al
trono. El reino acabó desunido y corrupto, desangrado
por sus luchas interinas, la
Iglesia goda ofendiendo la fe católica, la población hundida en la
peste y en la hambruna, agobiada por abusivos impuestos. Castigado
por la Providencia, se derrumbó. Por aquel tiempo tu abuelo Andio
era apenas un niño como tú. —A
su padre le gustaba rememorar las hazañas de su abuelo. Había
relatado mil veces, con orgullo, al amor del fuego, en cuantas
campañas había luchado: primero junto al princeps
Alfonso el
Cántabro y
luego al lado de su hijo Fruela—. Fue entonces cuando,
desde el Sur, cayó
sobre nosotros la plaga de los mauri.
Aquella
primavera, Roderic, el último rey de los godos, se hallaba luchando
ante las murallas de una ciudad de los vascones llamada Pompaelo.
Allí
recibió noticias preocupantes procedentes de su capital,
Toletum. Hablaban de temibles
guerreros, hombres fieros que no creían en nuestro Dios llegados de
allende el mar. El rey desmontó su campamento y regresó con
presteza, reclutando y convocando a cuantos soldados pudo para
presentar batalla a
los invasores.
Pero no sirvió de nada y el ejército sarraceni
aniquiló a las huestes de Roderic en una terrible batalla junto a un
lago, y donde el propio rey murió. La marea sarraceni
se desbordó entonces como una sombra y se expandió por valles y
planicies dando
a conocer el nombre de su dios con el filo de sus espadas, entrando
a caballo incluso en los templos, matando, raptando a nuestras
mujeres y saqueándolo todo.
Martín
observó cómo su padre apretaba los dientes al pronunciar esas
últimas palabras. Le había escuchado, sin hablar. Sabía que no no
le gustaba que le interrumpiera. Vio cómo se rascaba la barbilla,
con la mirada a lo lejos. Luego inspiró con fuerza, como para tomar
aire, antes de continuar:
—No
hubo nadie capaz de
organizar una cierta resistencia, no hubo ningún ejército, y las
plazas fueron capitulando, la mayor parte sin luchar.
Muchos abrieron las puertas de sus ciudades y se postraron ante los
nuevos amos, se
humillaron y sometieron, aceptando su nueva realidad con resignación.
Algunos los vieron como sus salvadores y no dudaron en aceptar los
tratados de sumisión que les ofrecían, pagando
sus tributos a los mauri
como antes lo habían hecho a los godos. Gran
parte de la vieja élite goda aceptó gustosa esos pactos que les
ofrecían, pues mantenían sus privilegios y garantizaban el dominio
de sus tierras y siervos a cambio de abrazar la nueva religión, de
la entrega de tributos y de aceptar la sumisión y fidelidad a su
líder llamado
Musa.
Pero hubo otros,
como tu abuelo Andio, que se negaron
a acatar su autoridad, a rendirse al poder del dios mahometano, a
doblegarse; rechazaron
su yugo. Ante la imposibilidad de poder resistir reunieron
a sus familias y repitieron la historia de sus antepasados.
Abandonaron
sus hogares, la tierra donde habían nacido, y se retiraron hacia el
manto protector de las montañas,
lejos
de los caminos principales, en busca de un lugar seguro donde poder
vivir conforme a su
fe en Cristo,
con dignidad, libres de la humillación de la servidumbre. Aldeas,
monasterios y granjas volvieron a quedar desiertos o en ruinas
—realizó un movimiento con uno de sus brazos, indicando lo que
tenían delante de ellos—. Pero pronto comenzaron
a resonar por las enriscadas cordilleras norteñas los nombres del
gran Pelayo, del duc
Pedro y otros, los primeros que osaron rebelarse contra la sumisión,
aquellos que enarbolaron el estandarte de la resistencia. ¡Ah! Ya
no queda nada de aquellos gloriosos tiempos.
Elvio
hizo una nueva pausa. Tomó otro trago largo de vino y comenzó a
guardar los restos de la comida en su morral. Meditó
un instante antes de proseguir:
—Entre
las montañas que contemplamos se encuentra el lugar que me vio nacer
—el
tono de su voz pareció cambiar, adoptando por un momento un aire
nostálgico—, una
aldea oculta, en medio de un pequeño valle verde
y luminoso
rodeado de bellos bosques y arroyos claros y limpios. Fue por aquel
tiempo cuando la
espada del odio se ensañó entre los invasores haciendo correr su
propia sangre, matándose unos a otros.
Esos mauri
de espíritu belicoso y rebelde nunca habían soportado el dominio de
los sarraceni,
maldecían su prepotencia y el desprecio con el que siempre les
habían tratado, sobre todo a la hora de repartir las nuevas tierras
conquistadas. Y odiaban
el clima frío y severo de nuestra tierra. La
rebelión estalló de repente, extendiéndose con rapidez por el país
de los infieles. Los mauri
abandonaron las atalayas fronterizas que defendían y montaron en sus
caballos. Tomaron el camino del Sur sin ánimo de volver.
»Pero,
¿sabes? De
repente
las gentes se dieron cuenta de que habían recuperado su libertad, ya
no tenían a nadie a quien pagar tributos. Y la
esperanza regresó a nuestra tierra; se araron de nuevo los campos,
los pastores regresaron con sus rebaños y se ocuparon las viejas
aldeas. Saboreaban
el placer de ser libres de nuevo. Algo que, por desgracia, no iba a
durar mucho tiempo. El
rey de los astures,
Alfonso, hijo del duc
Pedro y yerno de Pelayo, aprovechó aquella desbandada de los mauri,
encontró el camino libre y decidió aventurarse fuera de sus
montañas con el fin de reforzar y fortalecer su pequeño reino.
Durante muchos años, secundado por su hermano Froila el
Guerrero,
se empleó
en saquear las tierras y plazas fronterizas abandonadas por las
guarniciones mauri.
Una tras otra: ciudades, castros y aldeas fueron tomadas a hierro y
fuego por las tropas de el
Cántabro.
El intrépido rey astur no tenía
fuerzas suficientes para ocuparlas ni defenderlas, por lo que se
limitaba a arrasarlo todo, destruir puentes, malograr caminos, tomar
como esclavos a los seguidores del Islam que habían quedado, obtener
el mayor botín posible y no dejar nada que invitara a los infieles a
regresar. Muchos cautivos cristianos fueron liberados y Alfonso les
invitó a marchar con él a su reino, ofreciendo protección y
tierras que cultivar a todos los dispuestos a defender la Cruz.
Convenciéndoles
de que irse con él era la mejor opción se
llevó a los monjes, a los nobles y a los mejores hombres para crear
un gran reino cristiano más allá de sus montañas. Nuestras tierras
no valían nada para él y se marchó, dejando la región abandonada
a su suerte.
Elvio
tomó otro sorbo, saboreándolo, mientras miraba absorto el fuego.
Permaneció
un tiempo pensativo, rememorando viejos recuerdos, latidos de un
tiempo perdido. Martín observaba a su padre, sus manos grandes,
agrietadas y callosas sujetando el pellejo de vino. De pronto se lo
tendió:
—Toma,
bebe —le invitó, mientras con
un palo largo recolocaba los maderos que ardían en la hoguera—.
Estábamos
solos,
si, pero volvíamos
a ser libres; libres
y dueños de nuestras vidas. Sin
autoridad superior a quien rendir cuentas.
Y decidimos
regresar a la tierra que fue de nuestros abuelos, a la tierra que nos
pertenecía. Salimos
de los montes
para retornar de nuevo aquí, a Ebeia, a nuestra aldea, a nuestro
hogar al pie del Monte Sagrado, el
lugar venerado por los primeros hombres.
Recobramos
la libertad que un día nos fue arrebatada, tratamos de olvidar
tantos años de oscuridad y dolor, regresar
a tiempos nunca olvidados del todo. Un
día llego un nuevo rey, un buen rey, llamado Fruela, del que te he
hablado muchas veces, hijo de aquel Alfonso. Levantó torres y
defensas para defendernos de las incursiones de los sarraceni.
Tu
abuelo Andio luchó junto a él como uno de sus más fieles
guerreros. Los suyos le mataron, y tu abuelo... —Elvio
calló de pronto, dibujando en su rostro un gesto que parecía de
dolor. Martín se percató del brillo especial de sus ojos—. Tu
abuelo se mantuvo siempre a su lado, fiel a su familia hasta su
muerte. Buscar su ejemplo te hará merecedor de su recuerdo.
»Escucha,
Martín. Somos
hijos de la tierra que nos ha visto crecer. Los
hombres son a la tierra lo mismo que el
roble o la encina;
pueden
arder o ser cortados, pero las raíces permanecen vivas en el
interior de la tierra esperando algún día volver a renacer. Siempre
retoñan por mucho que pretendan arrancarlo —Elvio
había vuelto su mirada hacia su hijo, que no perdía detalle de
cuanto su padre contaba, girándose
hasta colocarse frente a él, posando una mano sobre su hombro—.
Los hombres mueren, se van, pero
la tierra sigue ahí, en el mismo lugar, esperando volver a renacer,
anhelando que otras manos la desbrocen y la labren. La
memoria se apaga... los pueblos
pierden pronto sus recuerdos. Ten siempre
presente de dónde vienes y la tierra en la que naciste. Por tus
venas corre sangre del más antiguo linaje, de
un linaje de grandes guerreros del que han salido siempre los jefes
de estas tierras, de un linaje que siempre ha elegido su propio
destino.
Honra
la memoria de aquellos que lucharon
por ser lo que hoy somos: hombres libres. Su
fuerza y su espíritu deben guiarte. Vive siempre libre,
si no, no merece la pena vivir; y no tengas miedo a morir. Elige tus
pasos y aunque encuentres dificultades no te rindas nunca. Sé como
ese roble que rebrota y nunca se doblega. Impregna tu espíritu de
este
valle, de este río, de estos bosques que nos rodean, pues son la
savia que corre por nuestras venas, como la de aquellos que murieron
por
dejar un mundo mejor y más libre para sus hijos.
Caminamos
sobre la tierra regada con el sudor y la sangre de nuestros
antepasados muertos y su memoria debe permanecer en nosotros
para recordar quienes somos y de donde procedemos. Mi
padre se empeñó en que memorizara aquellas historias que te he ido
contando, vivencias heredadas a través de los siglos que nunca deben
ser olvidadas. La vida nos impone la responsabilidad de conservar en
nuestra memoria el legado de los que nos precedieron y transmitirlo a
nuestros hijos.
»Esta
que ves es nuestra tierra —abrió los brazos, como si quisiera
abarcar con ellos todo el paisaje— ¡no huiremos nunca más de
aquí! Aquí
somos ahora libres, y nuestro deber es luchar
por nuestra libertad, por aquello que somos y por lo que creemos,
nunca olvides esto. Somos hijos de la memoria y de los recuerdos de
nuestros padres. A
ellos les debemos lo que hoy somos. Es nuestro deber evitar
que se pierda en el olvido nuestro pasado, nuestras desgracias,
nuestros héroes, quiénes fueron nuestros antepasados; aprender
de sus decisiones, de sus errores y logros, de su osadía y de su
prudencia, para
saber afrontar la incertidumbre que nos deparará el futuro.
Se
quedaron callados. Había comenzado a oscurecer. Elvio dirigió a su
hijo una mirada emocionada. Martín intuyó un asomo de inquietud en
él. Al poco, Elvio volvió a retomar la conversación.
—Siempre
he sentido que una fuerza extraña me atraía a este lugar... Aun no
sé el porqué. Representa un recuerdo maldito de un tiempo de
humillación, vergüenza y tribulación... pero a la vez un rincón
que nos revela los misterios de la grandeza y también de la torpeza
humana. Las piedras
susurran su historia a quienes las contemplan. Todo
lugar, toda historia nos ofrece una enseñanza. Lo que has visto y
recorrido hoy conoció la ira de quienes llegaban de fuera. Desde
entonces estas ruinas permanecen así, dormidas, hasta que algún día
podamos levantarlas de nuevo. Hasta hoy han servido como refugio de
bandidos, de indigentes y perseguidos; también de seguidores de
Cristo, aunque diferentes a como nosotros creemos en él. También
un rincón secreto, donde tu madre y yo acudíamos con frecuencia
—Elvio le miró de reojo esbozando una sonrisa pícara—. La
vida es una lucha continua por sobrevivir. Observa estas piedras;
volverán a tomar vida en otro lugar, tal vez lejos de aquí... pero
siempre guardarán en su esencia la memoria del sitio donde se
formaron. Algún día serás tú quien dirija a nuestro pueblo.
Recuerda siempre este lugar y lo que significa. La
tierra de nuestros padres está ahora en calma, los ganados pastan
libremente y en los campos madura lentamente el grano. Pero a veces
la calma suele ser el preludio de la tormenta. Hemos
tenido tiempos de paz —dijo lacónicamente con la mirada fija en
las cercanas colinas—, pero la paz es efímera como el tiempo
lluvioso y dura menos tiempo de lo que nos gustaría. Dicen que el
viejo emir de Qurtuba
murió hace poco tiempo y que su hijo Hisham
es diferente a él. Algún día regresarán y deberemos estar
preparados.
Elvio
inició una estridente sucesión de silbidos, incitó con la aguijada
a
los bueyes y las dos bestias comenzaron a tirar con fuerza del
carretón hasta que este se puso lentamente en movimiento con un
fuerte crujido. El viejo armatoste de madera comenzó a bambolearse
de uno a otro lado, sus ejes a chirriar y los
bloques de piedra a traquetear, bailando al paso de los bueyes.
La antigua villa romana seguía constituyendo la mejor y menos
costosa manera de conseguir buen material y Elvio había elegido
cuidadosamente de entre la providencial cantera las mejores piedras
que servirían para afrontar la construcción del nuevo granero antes
de la llegada del siguiente invierno, pues las buenas cosechas habían
dejado pequeño el reducido silo familiar.
En
pocas horas alcanzarían Ebeia.
El trayecto no era largo, aunque el viaje prometía ser lento, por lo
que padre e hijo caminaban juntos, acompañando el pacífico caminar
de los animales por el camino blando y húmedo después de las
intensas lluvias caídas al inicio de aquel verano especialmente
cálido y lluvioso. Resultaba habitual que las llanuras cercanas a
los cauces se vieran inundadas por su desbordamiento invernal y por
ello se hacía necesario aprovechar aquella época del año para
transitar por los caminos, pues durante el resto estos resultaban
impracticables.
La
frescura de la mañana iba cediendo ante el empuje del sol, que ya
comenzaba a calentar con fuerza, pero el día claro y despejado se
veía amenazado por lejanas masas de nubes negras que se formaban por
el oeste, cubriendo el horizonte, anunciando que tal vez habría
tormenta.
Avanzaban
despacio, al paso de los animales, absorbiendo con todos sus sentidos
la belleza del paisaje luminoso y rebosante de vida. El aire traía
aromas de lavandas, salvias y tomillos. A ambos lados del camino se
erguían robles, fresnos y gruesas encinas. Al cobijo de sus sombras,
por aquí y por allá, brotaban amapolas rojas, cardos borriqueros
con sus coronas doradas y un sinfín de flores alfombrando los
pastos, exhibiendo sus colores y perfumando el aire. Se escuchaba el
arrullo de las palomas entre los árboles, el canto monótono de las
alondras y multitud de trinos conocidos que brotaban de la espesura:
el concierto incansable del ruiseñor, el gorjeo peculiar del pinzón
y el lejano canto de un cuco. Elvio le señaló el vuelo de un águila
pescadora y, más allá, el de un aguilucho de color ceniciento
que planeaba a baja altura sobre el
mar de hierbas acechando alguna presa que llevar a su nido oculto tal
vez entre la densa pradera, donde tres o cuatro polluelos esperarían
impacientes su comida. Divisaron también a una pareja de corzos
asustados huyendo hacia la espesura y una piara de jabalíes con sus
pequeños rayones que atravesaron el camino en busca de un lugar
sombreado donde encamarse durante el día.
Martín
se embargó del olor del campo, de los tibios rayos del sol sobre su
rostro, y respiró feliz. Seguía emocionado, pero no paraba de darle
vueltas al lance de caza de aquella mañana, en especial a un detalle
que le preocupaba.
Había analizado el vuelo de la flecha; había
apuntado a la cabeza del animal pero esta se había clavado debajo
del cuello dibujando una trayectoria discontinua y oscilante. Había
elaborado con gran tesón una mano de flechas de ramas de avellano;
después de descortezarlas, pulirlas y endurecer las puntas al fuego
había fijado con resina tres medias plumas de oca en el otro extremo
de cada una de ellas.
—Padre
—dijo Martín pensando en voz alta—, puede
que no sea buena idea hacer las flechas con ramas de avellano, quizá
sea mejor utilizar la del rosal silvestre…, o, a lo mejor, no las
corté en la temporada más adecuada…, bueno, o... las plumas de
oca no eran las más apropiadas… Pondré más cuidado la próxima
vez.
—Eres
un muchacho muy exigente, hijo —contestó Elvio condescendiente—
estoy seguro
de que tus flechas están hechas como las haría yo mismo. No
es un problema de la flecha, sino del arco; algún día fabricaremos
juntos uno bueno de tejo. Pero debes
tener en cuenta que las flechas de punta endurecida que utilizas para
la caza son menos precisas que las de puntas de metal. Además, el
calor y la humedad hacen que las varas se puedan torcer, por lo que
es importante hacer una buena elección de ellas. Respecto a las
plumas es mejor
utilizar
las de buitre, son más duras e irán más rectas.
Las
plumas no son decorativas, debes darles mucha importancia, sirven
para que el dardo vuele recto, son el timón que dirige y estabiliza
su trayectoria hacia el blanco. Debes recordar que deben ser de la
misma ala del ave, a ser posible las más grandes de los extremos,
así la flecha girará correctamente en el aire y el disparo será
certero.
—Estuve
a punto de fallar por culpa de mi impaciencia, por no poner más
empeño al hacerlas. Por otra parte, hice lo que tú me enseñaste;
esperé a que el conejo saliera de su madriguera. Tuve paciencia,
adiviné cuáles serían sus movimientos...
—Cazar
con el arco no es fácil, hijo —le interrumpió Elvio mientras se
rascaba en el lóbulo de su oreja izquierda—, requiere gran
técnica; debes actuar con todos tus sentidos, con tu instinto y toda
tu inteligencia, tanto en el momento de la caza como en el de
elaborar tus armas. Es bueno reconocer nuestros errores y tratar de
corregirlos.
A pesar de ello debes enfrentarte a tu presa siempre con humildad.
Cuando apuntes piensa que no está en tus manos decidir cuándo una
criatura debe vivir o debe morir; es
Dios quien dispone de su vida y nos la ofrece. —Elvio
se volvió dando a entender que había terminado de hablar, pero se
giró de nuevo y le hizo una última observación a su hijo—. Y
recuerda:
mayor placer que matar... es dejar vivir.
Martín
intentó asimilar aquellas palabras de su padre. Había pretendido
impresionarle, demostrarle que ya no era ese mocoso que corría por
la aldea jugando con espadas de madera junto a los demás chicos,
sino un joven capaz de valerse por sí mismo, el digno vástago que
algún día heredaría su oficio. Sabía que su padre se veía
gratamente sorprendido por sus habilidades. Tocó
con su mano la piel cálida y suave del conejo que colgaba de su
costado. Sería una pieza bienvenida, no vendría mal para una dieta
poco acostumbrada a la carne y serviría
para celebrar aquella inolvidable jornada para él. Ya
se imaginaba
llegar a Ebeia; el rostro de su madre Emilce al ofrecérsela,
su cálida sonrisa, aquella que desde pequeño tanto le había
reconfortado. Adoraba su bondad así como debía soportar su recio
carácter y la estricta disciplina que imponía. Procuraba hacer todo
lo posible por verla feliz, intentando quizá compensar el continuo
dolor que había marcado su vida.
¡Su
historia la había escuchado tantas veces! Emilce había llegado a
Ebeia durante el primer año del reinado del rey Silo,
de eso hacía ya diecisiete años. Lo hizo un día oscuro y neblinoso
de otoño junto a un grupo
numeroso de personas provenientes del sur, desde una ciudad lejana,
al otro lado de un río llamado Durius.
El
dictado caprichoso del destino había llevado a la urbe a la pobreza,
a la que pronto se había unido la enfermedad, provocando que todas
las familias sufrieran el mazazo de la muerte.
A
ello se había añadido un periodo de sequía como no se recordaba;
«no
cayó del cielo ni una sola gota de agua»,
recordaban, «las
fuentes se secaron y los ríos dejaron de correr».
Luego, llegó el hambre, lo que empujó a aquellas gentes a tomar la
decisión de marchar, abandonarlo todo y, llevando tan solo sus ropas
y lo poco que podían transportar a lomos de sus mulas, partir sin
rumbo definido, en busca de
un nuevo cielo, de una nueva tierra en
las húmedas y fértiles comarcas del Norte, lejos de
la aquellos
tres jinetes del Apocalipsis como eran la hambruna,
la sequía y la peste.
La
adversidad se había cebado de manera especial en la familia de
Emilce. En apenas unos días la enfermedad había acabado con la vida
de su padre, un próspero comerciante de metales de quien Martín
había heredado su nombre, con la de su madre y con las de sus dos
únicos hermanos, apagando las esperanzas de aquella joven de apenas
quince años que en ese momento se veía sola en un viaje sin
destino.
Perdidos
tras una tormenta en su periplo dieron con sus pasos en Ebeia. Allí
recibieron la compasión y la hospitalidad de sus gentes. Pasaron la
noche en la aldea, pero Emilce enfermó
de fiebres. El grupo de viajeros no podía detenerse, siguió su
camino al amanecer del día siguiente, y ella, sola, tuvo que
permanecer allí, cuidada por varias mujeres que la atendieron
caritativamente.
Elvio
se quedó prendado de ella en cuanto la vio.
Por
entonces era un adolescente apuesto, tímido e inexperto en las lides
del amor, preocupado únicamente por su caballo y por sus arcos. Pero
algo en ella le había despertado una chispa en su interior, un
sentimiento nuevo, una atracción extraña y nunca antes sentida que
le arrastraba. Buscaba
tiempo para estar junto a ella. Comenzó
a
visitarla todos los días presentando siempre alguna
excusa, ya fuera para llevar algo de comida o un haz de leña para el
fuego. La encontraba bella y delicada
como un ángel. Le gustaban sus manos delgadas y suaves, su largo
pelo negro y su tez morena.
Y sus ojos y sus pensamientos fueron desde entonces solo para ella.
Debatiéndose entre la vida y la muerte la había acompañado,
velando sus sueños, cuidándola en silencio, alimentándola con
paciencia, ansiando verla vivir y descubrir pronto su sonrisa. Poco
a poco ella se fue recuperando y cuando tuvo fuerzas suficientes él
la acompañaba a pasear por
el sendero de la ribera, hablando de cosas sencillas; ella le relató
la historia de su padre y le habló de la hermosa tierra donde había
nacido. Elvio
supo penetrar en su ánimo marchito y no tardó en verla sonreír; y
su
sonrisa lo cautivó definitivamente. Ella encontró en él su mejor
apoyo. Le gustaba estar a su lado, se sentía a gusto junto a aquel
hombre lleno de vitalidad, de sueños y también de ternura. Con él
encontró la calma, el alivio a tanta tristeza que atenazaba a su
corazón. Y con
él recuperó las ganas de vivir.
Una
tarde de finales de otoño, cuando los días comenzaban
a decrecer, ascendieron hacia la cima que dominaba el Monte Sagrado,
cerca de las ruinas de la vieja ermita de San Vicente.
Allí, juntos, contemplaron el dorado atardecer sobre la meseta.
Allí,
sintiendo quizás el espíritu de sus antepasados cerca de él, Elvio
tuvo el valor de revelarle sus sentimientos. Y, allí, le pidió que
no se marchara nunca de su lado.
A
pesar de la oposición de su familia, que no vio con buenos ojos su
matrimonio con una forastera del sur, la
primavera siguiente Elvio y Emilce sellaron su amor ante Dios
bajo
el gran olmo centenario. Ella llevaba un vestido de seda azulada con
ribetes plateados, único recuerdo de su madre, y una guirnalda de
flores amarillas y blancas en el pelo. Con sus propias
manos y la ayuda de varios vecinos construyeron una casa y pronto su
unión se vio bendecida con la llegada de dos vástagos varones que
llenaron de alegría el nuevo hogar.
Los
años fueron pasando y un día llegó lo que era inevitable que
llegara.
La permanente situación de tensión estalló de repente y los
sarraceni
volvieron a hostigar con dureza la frontera. Elvio tuvo que partir, y
desde ese momento la vida para Emilce volvió a tomar un rumbo
oscuro. A
la pena por ver marchar a su esposo siguió, unos meses más tarde,
el trágico trance de parir, después de un doloroso y difícil
embarazo, un niño deforme y amoratado que murió a los pocos días
de nacer. Pero la desgracia se ceba en los más débiles y el destino
les depararía una nueva tragedia. Con la misma impotencia, después
de una corta y fulminante enfermedad atribuida a la humedad y al frío
que azotó la región aquel año, Emilce vio cómo la vida de su
amado primogénito, de apenas tres años de edad, se apagaba para
siempre una fría y lluviosa mañana de diciembre. Emilce
creyó
morir, incapaz de soportar la pena; se
sumió en un silencioso y profundo dolor y durante semanas la
desesperación se convirtió en su única compañera.
Elvio
regresó entrado ya ese invierno, cansado y taciturno a causa de la
guerra, aunque poco a poco fue recuperando, en compañía de su amada
y del único hijo que les quedaba, la alegría y vitalidad que
siempre le habían caracterizado. El destino se había mostrado cruel
con ellos, pero aún eran jóvenes, tenían a su hijo Martín y toda
la vida por delante. El otoño siguiente les regaló una preciosa
niña a quien pusieron por nombre Noive. Sucesivos años de paz y de
buenas cosechas devolvieron a la familia la ilusión y la esperanza
de un futuro mejor. La
vida había decidido ofrecerles una nueva oportunidad.
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