viernes, 20 de julio de 2018

-Ebeia (Ibeas de Juarros) en "Ecos de Bardulia".

"Ebeia era una aldea solitaria, alejada de los caminos principales, y ajena a lo que acontecía fuera de ella, imbuida en una tranquilidad solamente interrumpida por el paso ocasional de algún comerciante o viajero perdido. Recostada allí donde los montes daban paso a la llanura, era una más de aquellas numerosas aldeas que pujaban por resurgir en los llanos fronterizos que separaban los Montes Distercios de la poderosa muralla rocosa que formaba la cordillera de los Aubarenes, antesala de las montañas cántabras, refugio seguro de la Cristiandad. La guerra se había mantenido alejada y, aún pendientes de la siempre viva amenaza sarracena, esa relativa calma vivida durante los últimos años había permitido que florecieran pequeñas aldeas, que con sus huertos, cultivos y pequeños rebaños habían convertido a la región en un lugar próspero, aparentemente pacífico y agradable para vivir. En Ebeia convivían apenas una decena de familias, emparentadas muchas de ellas entre sí, que dedicaban su vida al cuidado de sus huertas, de sus corrales y de sus ganados, al trabajo de sus campos, a la caza y a la recolección. La mayoría de ellos eran hijos de esas tierras, gentes que habían regresado después de los tiempos difíciles; otros habían ido llegando con el paso de los años, huyendo de distintos lugares, buscando un nuevo lugar donde asentarse.
Rodeada de campos fértiles y ricos bosques de robles y olmos, Ebeia estaba instalada sobre una suave eminencia y circundada por una empalizada sencilla de madera. Construida sobre un pequeño talud de tierra, su única puerta se abría hacia el sendero que enlazaba con el camino principal y con otro que bajaba hasta la ribera del río. Alejada de sus crecidas y de su furia ocasional, disfrutaba de las bondades de la cercanía del río Mayor, la corriente de aguas claras que descendía mansamente hacia poniente desde las fuentes de los Distercios.
Nadie sabía exactamente cuando había sido fundada Ebeia. Daba la sensación de haber estado habitada desde siempre, levantándose una y otra vez sobre sus propias ruinas, fruto del trabajo de innumerables generaciones. La formaba apenas un puñado de casas de piedra, madera y barro, con sus tejados de retamas y hojarasca, cada una con sus correspondientes huertos, corrales y establos para el ganado. En el centro del poblado se situaba el antiguo pilón, junto a la fuente que abastecía de agua a toda la aldea, y la casa comunal, cuyo interior albergaba el gran horno en el que se cocía el pan para todos los vecinos. En el entorno más próximo abundaban las huertas, bordeadas por campos de frutales; aquí y allá crecían manzanos, ciruelos, nogales y cerezos. Colmenas elaboradas con troncos huecos ocupaban una zona soleada y, más allá, en las tierras más fértiles, prosperaban pequeñas parcelas de lino, cebada, espelta y centeno. Fuera de la empalizada, en el borde del bosque y bajo el viejo y descomunal olmo sagrado, se encontraba el cementerio y un pequeño oratorio de piedra en proceso de construcción, en cuyo interior se guardaba una reliquia: un enorme y amarillento diente del santo mártir Cristóforo, protector de los viajeros, traído por un ermitaño procedente del sur llamado Zacarías, hacía ya muchos años. Desde Ebeia el valle se ensanchaba hacia poniente, rodeado de suaves colinas cubiertas por viejas carrascas y fragantes plantas aromáticas, mientras el río serpenteaba a través de espesos bosques de álamos, sauces, avellanos y fresnos hasta perderse en los grandes espacios abiertos que conformaban los Campos Góticos, cuyo horizonte se perdía en la distancia..."

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