"Ebeia
era
una aldea solitaria, alejada de los caminos principales, y ajena
a lo que acontecía fuera de ella,
imbuida en una tranquilidad solamente interrumpida por el paso
ocasional de algún comerciante o viajero perdido. Recostada allí
donde los montes daban paso a la llanura, era una más de aquellas
numerosas aldeas que pujaban por resurgir en los llanos fronterizos
que separaban los Montes
Distercios
de la poderosa muralla rocosa que formaba la cordillera de los
Aubarenes,
antesala de las montañas
cántabras, refugio
seguro de la Cristiandad. La guerra se había mantenido alejada y,
aún pendientes
de la siempre viva amenaza sarracena, esa
relativa calma vivida durante los últimos años había permitido que
florecieran pequeñas aldeas, que con sus huertos, cultivos y
pequeños rebaños habían convertido a la región en un lugar
próspero, aparentemente pacífico y agradable para vivir. En Ebeia
convivían apenas una decena de familias, emparentadas muchas de
ellas entre sí, que dedicaban su vida al cuidado de sus huertas, de
sus corrales y de sus ganados, al trabajo de sus campos, a la caza y
a la recolección. La mayoría de ellos eran hijos de esas tierras,
gentes que habían regresado después de los tiempos difíciles;
otros habían ido llegando con el paso de los años, huyendo de
distintos lugares, buscando un nuevo lugar donde asentarse.
Rodeada
de campos fértiles y ricos bosques de robles y olmos, Ebeia estaba
instalada sobre una suave eminencia y circundada por una empalizada
sencilla de madera. Construida sobre un pequeño talud de tierra, su
única puerta se abría hacia el sendero que enlazaba con el camino
principal y con otro que bajaba hasta la ribera del río. Alejada
de sus crecidas y de su furia ocasional, disfrutaba de las bondades
de la cercanía del río Mayor,
la corriente
de aguas claras que descendía mansamente hacia poniente desde las
fuentes de los Distercios.
Nadie
sabía exactamente cuando había sido fundada Ebeia. Daba la
sensación de haber estado habitada desde siempre, levantándose una
y otra vez sobre sus propias ruinas, fruto del trabajo de
innumerables generaciones. La formaba apenas un puñado de casas de
piedra, madera y barro, con sus tejados de retamas y hojarasca, cada
una con sus correspondientes huertos, corrales y establos para el
ganado. En el centro del poblado se situaba el antiguo pilón, junto
a la fuente
que abastecía de agua a toda la aldea, y
la casa comunal, cuyo interior albergaba el gran horno en el que se
cocía el pan para todos los vecinos. En
el entorno más próximo abundaban las huertas, bordeadas por campos
de frutales; aquí y allá crecían manzanos, ciruelos, nogales y
cerezos. Colmenas elaboradas con troncos huecos ocupaban una zona
soleada y, más allá, en
las tierras más fértiles, prosperaban pequeñas parcelas de lino,
cebada, espelta y centeno. Fuera de la empalizada, en el borde del
bosque y bajo el viejo y descomunal olmo sagrado, se encontraba el
cementerio y un pequeño oratorio de piedra en proceso de
construcción, en cuyo interior se guardaba una reliquia: un enorme y
amarillento diente del santo mártir Cristóforo, protector de los
viajeros, traído por un ermitaño procedente del sur llamado
Zacarías, hacía ya muchos años. Desde Ebeia el valle se ensanchaba
hacia poniente, rodeado de suaves colinas cubiertas por viejas
carrascas y fragantes plantas aromáticas, mientras el río
serpenteaba a través de espesos bosques de álamos, sauces,
avellanos y fresnos hasta perderse en los
grandes espacios abiertos que conformaban los Campos
Góticos, cuyo
horizonte se perdía en la distancia..."
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