domingo, 20 de junio de 2021

Portada de "Ecos de Bardulia - La frontera del alba"

 


Primeras páginas de "Ecos de Bardulia - La frontera del alba".

 

Capítulo 1


Hogueras de guerra


Primavera del año 801

 


Estás ahí, diablillo —susurró Martín para sí, acechando furtivamente entre las ásperas carrascas.

El joven caballo pacía tranquilo en el raso, el cuello inclinado y el hocico pegado al suelo entre los tomillos, cerca del borde del acantilado. Había detectado su rastro en el prado de la Loba, apenas despuntaba el amanecer. Desde allí, lo había seguido internándose por el bosque, el morral colgado a un lado, la cabezada de cuero al hombro y el arco destensado con la aljaba a la espalda, remontando la senda que subía por el arroyo de Meuma en dirección a la peña Risca. Sus ojos experimentados habían detectado las huellas marcadas en el sendero reblandecido, los restos de excrementos frescos y la hierba pisoteada en el prado, todavía empapado por el rocío. Más allá, las ramas partidas, las piedras removidas por el golpeteo de los cascos y los pelos prendidos en los espinos. El potro había escapado de la yeguada durante la noche, asustado por la terrible tormenta. Y allí estaba, calmado ahora, solitario, herido tal vez con algún rasguño tras su precipitada huida. Debía acercarse con precaución para no asustarlo.

No era la primera vez que Martín subía hasta la peña Risca, uno de sus parajes predilectos para trampear perdices y liebres, su cima un excelente mirador desde el que contemplar el montuoso horizonte norteño. Comprobó de dónde llegaba el viento; soplaba una brisa suave y cálida del este que subía desde el valle, arrastrando sutiles aromas de salvia y de hierba recién segada. Una ligera neblina había cubierto el cielo durante la mañana, pero luego se había despejado y ahora lucía el sol, anunciando un día limpio y radiante, caluroso como los previos, impropio de esos inicios de junio.

Bordeó despacio el cerrado bosquete avanzando sigiloso y ligero, el paso furtivo como un gato montés, como lo haría Elanio, evitando hacer crujir una rama, desplazar un guijarro o provocar el chasquido de una hoja seca, hasta que tuvo el viento a su favor. Desde su nueva posición comprobó que el animal seguía despreocupado pastando hierbas tiernas, aunque de vez en cuando levantaba la cabeza y escrutaba a su alrededor. Se tomó su tiempo para acercarse, con tiento, cerrándole el paso por el espacio por el que avanzaba. Por ningún otro lado tenía escapatoria, pues el bosque prieto llegaba hasta el mismo borde del risco.

Cuando lo vio aparecer, el caballo alzó las orejas, rotándolas hacia adelante, sorprendido, y dejó de masticar. Bajando la cola, se quedó inmóvil con la mirada fija en él, con una mezcla de interés y desconfianza. Al dar Martín dos pasos más, el animal piafó, removió la espesa crin haciendo ademán de encabritarse y arrancó en un corto trote intentando escabullirse. Caracoleó varias veces mientras hacía sonar su campano de madera sujeto al cuello, hasta que se tranquilizó de nuevo. Le iba a costar colocarle la cabezada.

Cuando vio al animal más relajado, Martín continuó avanzando. El potro le miraba con los ojos muy abiertos, la mandíbula apretada y las orejas hacia atrás. Corcoveaba y sacudía sus cascos contra el suelo, manifestando su tensión. Si se precipitaba, corría el riesgo de ser pateado o mordido. Esperó mientras contemplaba su bella estampa: la figura robusta y compacta, brillante, negro azabache a excepción de un pequeño lunar blanco en su pata izquierda. La crin ligeramente cobriza, el cuello fuerte, la cola poblada y negra, los ojos grandes y expresivos. Era un hermoso ejemplar. Le llegó su aroma animal, fuerte y penetrante. Distinguió en sus cuartos traseros la cruz que él mismo había marcado con el hierro sobre su piel.

Decidido a ser paciente y engatusarlo, Martín se agachó, arrancó un manojo de hierba fresca y se sentó en el suelo a unos diez pasos del caballo, dándole ligeramente la espalda. Esperó mientras observaba de reojo sus movimientos, aguardando a que el animal tomara la iniciativa. Este le miraba de lado, las orejas rotadas ahora hacia adelante, mientras espantaba las moscas sacudiendo la cola. Al poco, se acercó lento, curioso, mirándole con ojos inquisitivos, olfateando y retirándose de nuevo con un ligero trote. Martín se incorporó entonces, lentamente, y se quedó quieto, la cabeza gacha y sin mirarle, mostrando sus pacíficas intenciones. Luego, se aproximó despacio, la mano tendida con el manojo de pasto verde, tranquilizándolo con voz suave y cuidando que no le lanzara los cascos.

Toma, es para ti… Tranquilo.

El animal estiró el cuello, avanzó el morro y comenzó a olisquearle la mano, sus hollares húmedos, abriendo la boca y tomando con recelo el pasto que el hombre le ofrecía. Martín se acercó más y rozó su piel con el dorso de la mano. Subió por la cabeza despacio hasta alcanzar las orejas, la base de la crin. Captó su intranquilidad. Le acarició el cuello, surcado por algunos rasguños, hablándole suave. El animal pestañeaba y mascaba, ahora más relajado. Vencido su rechazo, Martín comenzó a rascarle, esta vez con energía. Luego tomó la cabezada de cuero, lo acarició hasta el belfo y, con cuidado, la colocó alrededor del cuello.

Buen chico —susurró, acercándose a una oreja—. Esas heridas… Sisnando cuidará de ti.

El caballo resopló. Martín notó su respiración acelerada, los músculos fuertes. Sintió deseos de montar sobre él, cabalgar como lo hacía junto a su padre, cuando niño. Apenas había vuelto a hacerlo desde entonces. Confiaba en que algún día podría permitirse mantener un caballo. Su posesión distinguía al hombre libre, y él lo era.

Lo dejó amarrado a un árbol, pastando tranquilo mientras mordisqueaba la hierba a su alcance. Cumplido ya el propósito que le había llevado hasta allí, Martín bordeó los matorrales y, por el seco roquedal, ascendió el breve trecho que le faltaba para coronar la peña Risca. Al llegar, se asomó al saliente y se sentó cerca del borde de la roca que caía en vertical sobre el valle. Notó el zarpazo del hambre en su estómago y, desprendiéndose del morral, sacó de él un trozo de pan negro, un tasajo de cecina de jabalí y un puñado de almendrucos. Desenfundó su cuchillo y se aplicó a dar buena cuenta de la comida mientras contemplaba el amplio horizonte que se extendía ante sus ojos.

Desde allí dominaba el alargado valle de Lausa con los perfiles de los montes de fondo, los espesos hayedos al pie del acantilado, también la antigua mansio romana en medio del valle, así como un buen tramo del trazado de la calzada que llegaba desde la costa, surcándolo de oriente a poniente. Se distinguían hilos de humo procedentes de las diferentes granjas y de las fundaciones de Fresno y San Martín, que el abbas Juan había promovido a ese lado de los montes. Suspiró; en aquellos años había aprendido a amar a esa hermosa tierra verde, rocosa y abrupta, tan diferente a aquella en la que había transcurrido su infancia. Pronto la extrañaría; ese verano sería el último que pasaría allí. Por fin había decidido dar el paso, marchar, trazar el mapa de su destino fuera de aquellas tierras.

Buscó a su alrededor una piedra adecuada para abrir los almendrucos y luego, mientras mantenía su peculiar batalla contra la tenaz cáscara, calculó los años transcurridos. Si llevaba bien la cuenta, aquella primavera había cumplido veintiún años y atrás había quedado el noveno invierno lejos de su añorada Ebeia. Un tiempo en el que no había conseguido pista alguna sobre su tío Ulfilas, tampoco certezas de que su madre y su hermana siguieran vivas, ni su paradero. Había escuchado cientos de veces las terribles historias que se contaban sobre las mujeres llevadas a Corduba y a otras ciudades de al-Andalus con el fin de surtir los harenes de los sarracenos o para servir en sus mansiones. Durante años había acallado los reproches de su conciencia, que le exigía ir en su busca, su falta de coraje en espera de encontrar el impulso necesario para tomar tal decisión. Frustrado, resignado a no conseguir descifrar el enigma oculto en aquel brazalete de oro, eslabón que le unía a sus raíces y a su pasado, y que seguía guardando con celo, había reunido por fin la determinación de intentar encontrarlas. En realidad quería escaparse, volar de aquel valle. Percibía que ese no era su lugar. ¿Qué futuro le esperaba allí? Cuidar ovejas y cabras, vender un puñado de arcos o ilustrar los pergaminos que el abbas le ponía delante. Ni siquiera tenía su propia cabaña, algo que pudiera considerar suyo, si no era lo que llevaba puesto. A esa edad debería haber tomado mujer, pero tenía miedo a poseer una familia, hijos… y luego perderlos. ¿Qué sentido tenía su vida entonces? En algún momento sabía que se marcharía. Y por fin, de repente, se había dado cuenta de que el momento había llegado. El tiempo de emprender un nuevo camino, de partir en busca de los suyos. Y lo haría hacia el sur. Buscaría a su familia en Corduba, en Emerita, en Toletum… Había vencido el miedo a cruzar el umbral de aquella puerta; una fuerza poderosa y extraña lo empujaba, un tiempo nuevo comenzaba y otro debía quedar atrás.

Sin embargo, ahora, aquella guerra… volvía a aplazarlo todo. Aquellas inquietantes noticias le habían hecho olvidar por el momento sus propias preocupaciones, y se hallaba seducido, atrapado por la necesidad de defender a los que en ese momento eran los suyos.

Lo sorprendió la silueta de un alimoche, el buitre blanco, emergiendo desde abajo del risco y volando en círculos, buscando en la ladera el aire caliente para ascender a lo alto. Distinguió su pico anaranjado y la inconfundible forma en cuña de su cola. Sintió envidia de volar, de ver el mundo desde allí arriba, de viajar raudo por…

El sonido lejano de un cuerno, resonando desde el poniente, lo sacó bruscamente de sus pensamientos. Dirigió su mirada en aquella dirección, hasta que algo distinto en el paisaje le llamó la atención. Puso una mano a modo de visera y entornó los ojos, hasta que la vio. Una leve nube de polvo amarillento se levantaba a lo lejos por encima de las lomas que bordeaban el valle por el oeste, delatando el avance de las partidas de exploradores de la hueste real comprobando la seguridad del camino, llegando. Pronto el gran ejército pasaría por allí camino del punto de reunión acordado junto al vado del Ibero. El sonido lejano se repitió varias veces más. Faltaban dos días para el plenilunio y hacía varios que la voz del cuerno se hacía oír desde los altos, resonando en valles y montes; un rumor que recorría las montañas, veloz como el eco del trueno, portando el mensaje que anunciaba la inminente llegada de la mesnada del rey.

Permaneció un tiempo allí, apostado y comiendo, hasta que pudo distinguir con claridad la cabecera de la alargada columna de jinetes, peones, carretones de intendencia y bestias cargadas de pertrechos que avanzaba detrás en ordenada formación; la gran polvareda que se alzaba a su paso.

Se levantó al poco para marchar. Antes, retiró el pitorro de cuero que tapaba el orificio del odre de piel de oveja, echó la cabeza hacia atrás y bebió un largo trago de la amarga cerveza, apurando su contenido, disfrutando del sabor del líquido recorriendo sus entrañas. Luego, se acomodó de nuevo el morral a un costado, el arco a la espalda y se llegó hasta el lugar donde había dejado amarrado al caballo.

Al llegar lo encontró tranquilo, la cabeza entre las patas, mordisqueando la hierba. Silbó suavemente y el animal levantó la testa. Ya manso y sumiso, se acercó y le acarició la testuz, lo tomó de la brida, chasqueó la lengua y el animal se puso en marcha obediente, dejándose llevar con docilidad. Con él a su lado, satisfecho por su captura y andando sin prisa, enfiló el buen trecho que aún le quedaba para llegar hasta el valle. Debía comunicar al abbas Juan la esperada noticia de la llegada del rey Alfonso para la gran batalla que se avecinaba.

domingo, 13 de junio de 2021

Ecos de Bardulia II - La frontera del alba.

 

Prólogo

"Aún no había amanecido en las tierras del Norte. Apenas una leve claridad acariciaba las crestas de los montes, anunciando el alba de un nuevo día.

Rompiendo la quietud, un hombre ascendía lenta, fatigosamente, la ladera pedregosa, trepando entre las rocas y los arbustos floridos hasta la peña que moteaba el valle. Al llegar, recuperó el resuello y comprobó la dirección del suave viento que soplaba. Se colocó de espaldas a él, llenó de aire los pulmones, todo lo que pudo, y sopló con fuerza a través de la boca del olifante que llevaba colgado al pecho. Surgió el rugido bronco, penetrante, del cuerno. Una. Dos veces. Una tercera más prolongada que las anteriores

Enseguida, en la distancia, el bramido se fue repitiendo resonando en los collados, prolongándose por las colinas y cimas de cada monte, extendiendo por todos los confines del pequeño reino el temido mensaje enviado al aire. Aquel que nadie quería escuchar. Aquel que, de nuevo, convocaba a todos para la guerra".

 

(Ecos de Bardulia - La frontera del alba)

Autoedición

Juan R. Moya