lunes, 23 de julio de 2018

-"Auca" (Villafranca Montes de Oca) en "Ecos de Bardulia".

"Auca no era sino una pequeña y pujante urbe apiñada en lo alto de un estratégico macizo rocoso. Desde él se dominaba el desfiladero abierto por el río llamado Vesica, cuyas aguas abrazaban el robusto promontorio pétreo por dos de sus lados. Apoyada sobre las estribaciones norteñas de los Montes Distercios, escondida entre bosques y bien protegida por los cerros circundantes, la ciudad se alzaba sobre un valle estrecho rodeado de densos hayedos y robledales que, antes de abrirse a las suaves colinas que miraban a la extensa campiña de la Burovia, controlaba desde antiguo el paso de todo aquel que se internara en el corazón de la sierra.
Frente al primitivo castro autrigón situado al otro lado del desfiladero, los romanos habían fundado la ciudad, varios siglos atrás, a la que habían dado el nombre de Auca Patricia. Al abrigo de la urbe fronteriza pronto comenzaron a establecerse numerosas granjas y un importante entramado administrativo, militar y religioso. Romanos y godos la habían utilizado como punto neurálgico, desde donde recaudar los tributos y controlar la ancestral insumisión y rebeldía de los levantiscos clanes cántabros y vascones. Su importancia había sido tal, que incluso había llegado a contar con su propio obispado.
Abierta al llano y a la montaña, Auca ofrecía un amplio dominio visual sobre los antiguos caminos romanos que confluían cerca de ella: por un lado la calzada que, hacia el este, se dirigía a Cerasio al encuentro del gran Camino Romano que atravesaba el norte de Hispania, de naciente a poniente, y que discurría por el valle del río Ibero, camino de Cesaraugusta; por otro lado, la que llegaba por el norte desde Verviesca, internándose en la sierra hacia Lara y Clunia, a través del paso natural abierto por el río Vesica, único camino franco para adentrarse en aquella espesura impenetrable. El tortuoso recorrido a través del barranco —apenas una senda excavada en la roca que tan solo permitía el paso de asnos y personas—, y las crecidas invernales del río, lo convertían en un paso impracticable, haciendo preferible ascender hasta la mole caliza y atravesar la ciudadela para acceder al otro lado del valle.
Auca trataba de recuperar el esplendor vivido previo a la invasión musulmana del año 711. Durante aquel ya lejano tiempo de tribulación, la plaza se había convertido en una más de las ocupadas por los contingentes bereberes, conformando la línea defensiva establecida por el poder musulmán para controlar a los cristianos refugiados tras las montañas cantábricas. Muchos de sus moradores habían huido hacia los montes, quedando la urbe escasamente habitada. Solo unos pocos prefirieron someterse mediante el pago de los tributos de la yicia y la jaray y la firma del pacto que garantizaba seguir practicando su religión y sus costumbres cristianas. Abandonada décadas más tarde por los bereberes a causa de sus conflictos con la aristocracia árabe, Auca había sufrido un nuevo revés durante las campañas de Alfonso el Cántabro. Después de desmantelar poblaciones como Veleia, Mave, Amaia, Mirandam o Revendeca, el princeps astur entró en Auca sin resistencia un día plomizo de otoño. Como había hecho ya en el resto de plazas, eliminó cualquier rastro musulmán y se llevó con él a los hombres más eminentes y a las gentes más reputadas y cultas. Desalojó la diócesis aucense sin contemplar ningún escrúpulo religioso e «invitó» a marcharse al obispo Valentín y a muchos de sus abades, dejando abandonada a su suerte a los que no quisieron acompañarle, en general gentes pobres e incultas. Aquellos hombres que iban con él, diestros en las labores del campo, con sus aperos y animales de labranza, repoblarían los territorios más cercanos a su reino, como las comarcas de Lebana, Premorias, Trasmera, Subporta y Carrantia. Auca había quedado desde entonces sumida en el abandono, ignorada en mitad de una tierra de frontera y a merced de las incursiones de cualquiera de los dos bandos, alejada de la capital del reino astur y de las preocupaciones de unos soberanos ocultos tras las cumbres de la cordillera cantábrica, más interesados en mantener unas relaciones pacíficas con el emir de Corduba, Abd al-Rahman al-Dahlil. La ciudad parecía condenada a un olvido definitivo."

No hay comentarios:

Publicar un comentario